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Chile y la cultura de la desigualdad: continuidades y alteraciones discursivas Opinión

Chile y la cultura de la desigualdad: continuidades y alteraciones discursivas

Es un hecho que en los próximos años el tema de la desigualdad seguirá estando presente, tanto en la configuración estructural del Chile actual como en el relato producido por sus habitantes. Por lo tanto, producir propuestas que permitan reducir la desigualdad social e indagar las nuevas formas en que esta se legitima, seguirán siendo dos quehaceres imperativos, tanto para los agentes políticos como para las ciencias humanas y sociales.


La desigualdad ha sido uno de los temas centrales dentro del debate político, económico y social en el Chile de los últimos años, sobre todo durante la última década, período en el que se ha desplegado una evaluación crítica respecto a la trayectoria y resultados obtenidos por el pacto elitario que ha conducido el proceso dictatorial-transicional.

En este contexto, las ciencias sociales han contribuido a problematizar el complejo fenómeno de la desigualdad, otorgando forma y contenido a la discusión. Evidentemente, el tema de la desigualdad también ha generado arduos debates al interior del sistema político en particular y de la opinión pública en general. No obstante la reducción de la pobreza, la ampliación del consumo en vastos segmentos de la población y la diversificación del mercado interno, tres aspectos positivos adjudicados al pacto elitario (aunque pueden señalarse de inmediato los anversos negativos de estos ejemplos: la constante precarización del empleo, el incremento de la deuda individual-familiar y la formación de monopolios en sectores estratégicos de la economía), no es menos cierto que la producción de igualdad sigue siendo el gran déficit del país en materia de desarrollo.

Si se observa con detención, las explicaciones otorgadas por el detallado informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), Desiguales. Orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile, mantienen cierta continuidad con algunos diagnósticos sociopolíticos que han destacado las paradojas de la modernización económico-política, tales como: Neoliberalismo corregido y progresismo limitado, de Manuel A. Garretón; Neoliberalismo con rostro humano, de Fernando Atria; La democracia semisoberana, de Carlos Huneeus; o De nuevo la sociedad, de Carlos Ruiz, solo por nombrar cuatro lecturas sugerentes para el período.

La expresión de la desigualdad en sus más variadas manifestaciones –y debido a su propia condición estructural en la configuración histórica del país– se ha transformado en un problema pendiente y, por lo mismo, en una de las principales deudas imputadas a la conducción política que ha asumido el poder gubernamental, parlamentario y municipal desde el retorno a la democracia.

Tal como sintetiza la nueva entrega del PNUD, “en Chile, decir que el país es desigual es una obviedad. La desigualdad es parte de su fisonomía histórica, un rasgo estructural del orden social desde sus inicios hasta nuestros días. Para los habitantes es un elemento esencial de cómo entienden el país, dónde viven y la posición que ocupan en la sociedad. La tasa de pobreza se ha reducido de manera notoria, los ingresos de los hogares han aumentado de forma considerable, la matrícula escolar y universitaria se ha expandido significativamente y el sistema democrático se ha mostrado estable. Pese a ello, la desigualdad sigue siendo una pesada herencia de la cual Chile no parece poder desprenderse con facilidad”.

En términos más específicos, una dimensión crucial dentro de los estudios dedicados a problematizar y explicar el fenómeno de la desigualdad refiere al ámbito de la ‘desigualdad vivida’.

Este marco cultural-discursivo ha orientado una de las principales líneas investigativas del Centro de Investigación Economía, Cultura y Sociedad (CISEC) durante los últimos años, desde la Universidad de Santiago. El objetivo de esta línea ha sido indagar las transformaciones registradas en los imaginarios culturales de la sociedad chilena, tomando como eje discursivo de referencia el tema de la desigualdad, cuestión que también colinda con la construcción simbólica de las clases sociales en Chile.

Para explorar esta dimensión, la investigación se ha interiorizado en el discurso de agentes sociales ubicados en distintos niveles de la estructura social. Para ello, se ha propuesto un análisis cualitativo del discurso basado en una muestra intencionada que rescata la tipología construida por Arturo León y Javier Martínez en «La estratificación social chilena hacia fines del siglo XX”, articulo que traza categorialmente las modificaciones en la estructura socio-ocupacional chilena en una perspectiva de mediano plazo (último cuarto del siglo XX).

[cita tipo=»destaque»]Uno de los fenómenos estructurales que alienta las modificaciones en materia discursiva, se concentra en el develamiento de diversos casos de corrupción –sintetizado en lo que en otro momento hemos denominado el “incestuoso maridaje entre el dinero y la política”– a partir de la irrupción del caso Penta (septiembre 2014) y su continuación con el advenimiento de los casos Caval, Soquimich, Cartel del Confort, Milicogate, Pacogate, entre los más significativos. En consecuencia, el desprestigio institucional ha corrido en paralelo al debilitamiento del pacto elitario que ha predominado en el país. No por nada, el año 2015 fue denominado por variados analistas y la opinión pública en general como “el año de la desconfianza”.[/cita]

En el transcurso de 7 años, nuestro estudio ha contemplado dos fases investigativas. La primera –abordada en profundidad junto a Carla Azócar y Carlos Azócar en El Chile profundo. Modelos culturales de la desigualdad y sus resistencias– remite al año 2009 (CIES, proyecto financiado por Iniciativa Milenio, Universidad de Chile). La segunda fase investigativa, se ejecutó durante los años 2015-2016 (CISEC, proyecto financiado por Dirección de Investigación Científica y Tecnológica, Universidad de Santiago de Chile). Esta última replica el diseño metodológico desarrollado en la fase investigativa previa, a fin de observar las variaciones discursivas registradas en el período.

Las construcciones discursivas enarboladas por los(as) entrevistados(as) se encuentran directamente acopladas a largos procesos de ‘sedimentación semántica’ que nos obligan a considerar en retrospectiva las condicionantes históricas que inciden en la construcción de aquellos imaginarios culturales que –en nuestro estudio– orbitan la noción de la desigualdad.

Así, en el análisis explicativo de la primera fase, se evidencia la herencia de dos ‘capas geológicas’ que conviven en el Chile contemporáneo. Tal como se destaca en El Chile profundo, la capa culturalmente dominante está basada en los sistemas de valores del Chile hacendal, con un fuerte sesgo de la era colonial española y sus adaptaciones oligárquicas post-Independencia. Una segunda capa corresponde al sistema de valores asociado a la cultura propia del modelo neoliberal. Esos sistemas de valores se han ido produciendo y consolidando después de la dictadura. Aun cuando fue durante el período dictatorial cuando se instauraron las bases del modelo, ha sido en posdictadura cuando la matriz cultural propia del Chile neoliberal ha consolidado su existencia, decantando en una cultura del emprendimiento.

Durante el 2009, la imagen que los entrevistados tenían del país era la de un lugar subdesarrollado y tercermundista, pero, al mismo tiempo, mejor posicionado que sus pares (sobre todo si se comparaba con el resto de países a nivel latinoamericano: recordemos el sentido mentado de lo que significaba concebirnos como “jaguares de Latinoamérica”). Lo que nos impedía alcanzar el desarrollo era la falta de rigurosidad del “chileno medio”: la flojera, el desorden, la irresponsabilidad y la corrupción.

Pese a todo, las expectativas respecto al futuro eran prometedoras y se mantenía, por lo general, una óptima percepción sobre las instituciones políticas, catalogadas como fuertes y estables. Complementariamente, la creencia de que la desigualdad era una realidad merecida para el país, encontraba su explicación en la inoperancia de sus propios habitantes. Se afirmaba que, si un grupo de individuos dentro de la sociedad no había conquistado una posición satisfactoria en la estructura social, se debía a que no habían sido suficientemente astutos y trabajadores para aprovechar las oportunidades disponibles, las cuales parecían multiplicarse al igual que la cantidad y variedad de mercancías disponibles en el país.

La consideración anterior supone que en el país había diversos canales para ascender socialmente. A nivel discursivo, dos eran los medios que concentraban las referencias: la educación y el emprendimiento. Se considera que un individuo que es estudioso está habilitado para conseguir acreditaciones universitarias y, con ello, obtener un buen trabajo como profesional, que le proveerá de altos ingresos. Todo el imaginario social concentrado en el “cartón”, en tanto palanca del ascenso social, es ilustrativo a este respecto. Por su parte, la alternativa a la vía educativa es la creación de un negocio propio y su crecimiento en el tiempo. El famoso spot de fines de los 90, donde un gásfíter –“Faúndez”– sube a un ascensor, contesta su celular y ofrece sus servicios en un elevador colmado de empresarios, resulta ser un ejemplo arquetípico de este imaginario.

Si se comparan estas matrices discursivas con los resultados obtenidos en la segunda fase investigativa (2015-2016), es posible observar ciertos elementos de continuidad y ciertas modificaciones de importancia. En efecto, se estima que el resquebrajamiento del consenso neoliberal predominante ha alterado ciertos patrones discursivos referidos al modo en que se percibe la ‘desigualdad vivida’. Dos son los fenómenos estructurales que gatillan esta situación.

Por un lado, la emergencia del malestar social expresado políticamente en forma de protestas o movimientos sociales, que tiene su cenit durante los años 2011-2012 con el advenimiento de demandas levantadas desde frentes tan diversos como el movimiento social por la educación, las protestas regionalistas o las demandas socioambientales, cuestión trabajada latamente en El derrumbe del modelo y en No al Lucro (2012). En ambas obras, pero también en Autopsia (2016), se examinan las formas en que la desigualdad migra a clivaje político. Las movilizaciones sociales de este período abrieron un conjunto de debates sobre segregación educativa, urbana, discriminación, olvido de regiones, calidad de vida y derechos culturales, sociales y políticos. En todas sus formas la igualdad se tomó la agenda del país y la justicia se transformó en el bien más preciado.

Un par de años más tarde, el segundo fenómeno estructural que alienta las modificaciones en materia discursiva, se concentra en el develamiento de diversos casos de corrupción –sintetizado en lo que en otro momento hemos denominado el “incestuoso maridaje entre el dinero y la política”– a partir de la irrupción del caso Penta (septiembre 2014) y su continuación con el advenimiento de los casos Caval, Soquimich, Cartel del Confort, Milicogate, Pacogate, entre los más significativos.

La proliferación de diversos estudios periodísticos que concentran su observación en las formas operativas de la relación dinero-política, tales como La máquina para defraudar de María Olivia Mönckeberg, Poderoso Caballero de Daniel Matamala, Traición a la Patria de Mauricio Weibel y El Lobby feroz de Renato Garín, da cuenta del impacto que ha tenido el develamiento de la corrupción a nivel social. En consecuencia, el desprestigio institucional ha corrido en paralelo al debilitamiento del pacto elitario que ha predominado en el país. No por nada, el año 2015 fue denominado por variados analistas y la opinión pública en general como “el año de la desconfianza”.

Pues bien, ¿cuáles han sido las variaciones discursivas más significativas durante el período 2009-2016?

Sin lugar a dudas, una de las alteraciones más significativas ha sido el debilitamiento de las expectativas respecto a nuestro desarrollo.

Para explicar este debilitamiento aparecen nuevos temas que estaban poco desarrollados en la primera fase investigativa o, derechamente, no afloraban en los relatos. La crisis política, moral e institucional es definitoria para nuestra identidad actual y tiene como síntoma fundamental el malestar ciudadano. Así, la política se describe como un nicho de corrupción develado, que permite mantener los privilegios del gran empresariado a través de su influencia en la política.

Por su parte, la delincuencia –una referencia más bien secundaria en el 2009– aparece como fenómeno omnipresente, lamentable y peligroso para los ciudadanos. En el caso de la seguridad social, esta aparece como un problema para las clases no acomodadas, puesto que los sistemas de salud, educación y previsión no funcionan apropiadamente para entregar dignidad a las personas que no tienen dinero. Finalmente, el sistema judicial es percibido como tremendamente defectuoso y –paradójicamente– injusto, ya que no castiga lo suficiente como para desincentivar el daño a los otros.

Complementariamente, la definición del país comienza a situarse principalmente en el presente. Pocas veces se hace referencia al pasado y carece totalmente de referencias al futuro. La crisis de expectativas y la noción de estancamiento parecieran agudizar esta nueva configuración temporal. Ya Norbert Lechner anticipaba hace algunos años esta tendencia hacia el presentismo absoluto, evidenciando los efectos nocivos que trae aparejada la ‘erosión de la temporalidad’ para la construcción política, debido a la imposibilidad de construir lazos identitarios (pasado) y de consolidar proyecciones estratégicas (futuro), más allá de la inmediatez presentista agudizada por las nuevas tecnologías de la información y la masividad de las redes sociales.

A pesar de todo, Chile –a diferencia de otros lugares donde hay crisis bélicas, económicas o humanitarias profundas– sigue manteniendo una situación relativamente privilegiada comparada con otros países o regiones, ya que no existen mayores restricciones a la circulación, libre expresión, ni desabastecimiento, que atenten o pongan en riesgo la supervivencia y desarrollo de los individuos.

Respecto al predominio que mantiene el ascenso social mediante la educación y el emprendimiento, también se han producido variaciones importantes, provocando cierto resquebrajamiento de la fórmula que opera como “bálsamo ideológico” de la desigualdad.

En el primer caso, si bien la educación sigue concibiéndose como un medio de ascenso social, la integración de la crítica del movimiento estudiantil ha permeado los discursos (y evidentemente también, los “bolsillos de las familias”): el costo de la educación se considera muy alto y deben endeudarse para, cuando sean finalmente profesionales, gastar gran parte del sueldo, durante muchos años, en pagar el crédito. El “cartón” ha depreciado su vitalidad.

Por su parte, la noción del emprendimiento acusa un debilitamiento mucho más pronunciado. Si bien aún se cree en la posibilidad de emprender, se entiende también que ser microempresario se ha tornado muy difícil.

En 2009 la categoría “emprendedores” describía a todo quien contara con dicha ética que combinaba ambición y trabajo. Todos compartían un mismo estilo de vida, aunque ubicados en distintos estadios de una escala de desarrollo en permanente ascenso.

Actualmente el grupo de hacedores de empresas se fractura. En esta categoría conviven dos especies totalmente distintas: los grandes empresarios, que gozan de significativos privilegios en el ámbito económico y legal; y el resto, los pequeños, los microempresarios. Pero no solo dejan de ser lo mismo sino que se transforman en grupos opuestos. Los grandes tienen circunstancias inaccesibles para el resto, que les permiten ofrecer bajos precios, e imponen condiciones muy desfavorables a sus proveedores. Debido a esto, los emprendedores pobres que tienen éxito económico son una excepción y no una fórmula de superación.

Es un hecho que en los próximos años el tema de la desigualdad seguirá estando presente, tanto en la configuración estructural del Chile actual como en el relato producido por sus habitantes. Por lo tanto, producir propuestas que permitan reducir la desigualdad social e indagar las nuevas formas en que esta se legitima, seguirán siendo dos quehaceres imperativos, tanto para los agentes políticos como para las ciencias humanas y sociales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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