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Cuenta regresiva: Premio Nacional de Artes

Rodrigo Zúñiga
Por : Rodrigo Zúñiga Filósofo, profesor de Estética y Teoría del Arte. Miembro del Observatorio de Políticas Culturales Facultad de Artes, Universidad de Chile.
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A veces pasa que uno entra a Facebook, o recibe algún correo masivo, y se entera de que hay una campaña a favor de algún candidato al Premio Nacional de Artes (en cualquiera de sus géneros) o de Literatura. Entonces se cae en cuenta de que claro, ya han pasado dos años, vuelta a armarse de paciencia para las rencillas que se vienen, para las maledicencias, para alguna que otra emboscada, para las venganzas largamente meditadas.

A los pocos días se suma otra campaña, quizá alguna más, y la suerte está echada: los postulantes se lanzan (o son lanzados) a la refriega, esperemos solamente que haya algo de decoro y ojalá respeto mutuo. No siempre ocurre. Ninguna sorpresa, en realidad: se supone que estas campañas no tendrán incidencia sobre el jurado, aunque eso nunca se sabe y casi se diría que es mejor así, que está bien que en la campaña convivan las razones más nobles y las pasiones más bajas y hostiles, que se discuta acaloradamente, que de vez en cuando se debata con seriedad, que se aireen los rencores si es necesario, parece inevitable y es parte del juego en la hoguera de las vanidades. No suena bien decirlo, pero al cabo nos damos cuenta de que todo este barullo revitaliza el premio.

Porque sí, no está de más recordarlo: el objeto del deseo no es un premio cualquiera, sino aquél que destina el Estado a la obra de quienes (citando el artículo primero de la Ley Nº 19.169) “por su excelencia, creatividad, aporte trascendente a la cultura nacional y al desarrollo” de sus ámbitos de competencia, “se hagan acreedores a estos galardones”, o sea a una suma importante de dinero y a una pensión vitalicia, amén, claro, del reconocimiento público. Como por lo general nos mueve el interés y resulta más que comprensible la preocupación por el futuro en los años de madurez (sobre todo en un país que ya sabemos cómo se maneja con sus ancianos), no hay nada condenable en que el asunto monetario sea el foco de atención y explique, muchas veces, ciertos tonos desaforados. Así las cosas, conviniendo en que los dimes y diretes son inevitables y ponen su cuota de color local, ¿quiénes merecen, a través de este premio, el tributo simbólico y económico de un país entero?

[cita tipo=»destaque»]La última palabra, como siempre, la tendrán los jurados. Y como siempre también, de un jurado cabe esperar lo mejor y lo peor. Este año se dirimen los premios nacionales de Artes de la Representación y Audiovisuales y de Artes Plásticas. El escepticismo es un buen consejero, pero no estará de más cierta expectativa sobre los fundamentos de las premiaciones.[/cita]

La misma ley recién citada es clara al respecto, aunque los términos ofrezcan siempre algún cariz equívoco. Lo que se premia es excelencia, creatividad y aporte a la cultura y a la disciplina. La clave (es decir, el problema) es cómo entender cada uno de esos conceptos y su suma conjunta. No es seguro que signifiquen o impliquen lo mismo hoy que hace quince o veinte años. Hay que tener presente que las prácticas artísticas contemporáneas mutan permanentemente, expandiendo sus fronteras y generando nuevos cruces con otros lenguajes, abriéndose a formatos, materialidades y experiencias que antes se consideraban ajenas al arte, y que por ende es muy difícil (a veces imposible) esperar consensos en los juicios de valor de los propios especialistas a la hora de evaluar méritos. Un gran desafío para el Premio Nacional de Artes consiste en estar a la altura de estos cambios, salvaguardando, al mismo tiempo, estándares de calidad y de excelencia. No es una ecuación sencilla, pero en ella debe empeñarse el jurado, de cuya resolución se espera un parámetro orientador, que transmita a los ciudadanos el reconocimiento que el Estado hace a algún cultor ejemplar del ámbito artístico de que se trate (si no fuera ése el rol de un jurado especialista, ¿cuál podría ser, entonces?).

El Nobel de Literatura a Dylan a algunos seguirá pareciendo una impostura (discrepo completamente de quienes opinan así), pero podremos convenir en que fue un certero golpe a la cátedra de la Academia sueca, interesada finalmente en premiar la tradición oral y las prácticas ágrafas. Así es como se transforma cierta concepción de lo literario y es eso precisamente lo que nuestro Premio Nacional debiese empezar a considerar con prolijidad a la hora de sus dictámenes. La adjudicación del premio valora una trayectoria, pero esa trayectoria se analiza necesariamente desde un presente y desde un “estado de la cuestión artística”, y en todo presente hay disputas interpretativas. Ya que tomamos el caso de Dylan, pensemos que en nuestro país Patricio Manns toma el relevo de Violeta Parra en un hecho singular: lo mismo merecería el Premio Nacional de Literatura que el Premio Nacional de Artes Musicales. No faltarán los que tiemblen ante esta idea, pero ¿con qué criterio, hoy en día, podría impugnarse esta doble posibilidad, que a la luz de una trayectoria y de una calidad parece más que justificada?

Un ejemplo a tener en cuenta se produjo en 2003, cuando el Premio Nacional de Artes Plásticas cayó en manos de Gonzalo Díaz. Fue el reconocimiento a una obra espléndida, vigorosa y exigente, pero también un espaldarazo inesperado a prácticas de la visualidad ligadas a parámetros contemporáneos. Los artistas que fueron premiados después (Eugenio Dittborn, Guillermo Núñez, Federico Assler, Gracia Barrios, Alfredo Jaar y Roser Bru) conforman, tal vez, el grupo más contundente entre todos los premios nacionales asignados en los últimos años. Veremos qué pasa con las candidaturas meritorias de Paz Errázuriz y Alejandro “Mono” González, que plantean un interesante dilema al jurado, por provenir, ambos, de disciplinas soslayadas hasta hoy, la fotografía y el muralismo (y que apuntan, además, a públicos diversificados).

A pesar de que el Premio Nacional de Literatura suele estar en el centro de la polémica, una rápida mirada al historial de ganadores arroja algunos de los mejores representantes de lo que sería un reconocimiento inobjetable. Carlos Droguett en 1970 sigue siendo, en mi opinión, uno de los premios mejor otorgados: un novelista sobresaliente, en un período histórico de la mayor relevancia, justo al inicio de la Unidad Popular. José Donoso y Raúl Zurita, Gonzalo Rojas y Armando Uribe constituyen voces poderosas, señeras, reconocibles en un solo fraseo, en un solo párrafo, en una coma, capaces de hacer de la literatura una experiencia única, colosal. Ciertamente, no cabría esperar de un Premio Nacional un estándar diferente al que estos autores representaron en su momento.

Con todo, la última palabra, como siempre, la tendrán los jurados. Y como siempre también, de un jurado cabe esperar lo mejor y lo peor. Este año se dirimen los premios nacionales de Artes de la Representación y Audiovisuales y de Artes Plásticas. El escepticismo es un buen consejero, pero no estará de más cierta expectativa sobre los fundamentos de las premiaciones. Pongamos atención a eso. Los veredictos son, en realidad, la prueba de fuego de la vigencia de estos premios, mientras las artes siguen adelante con sus transformaciones y su vitalidad sin preguntarle a nadie.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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