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La ideología de género

Yanira Zúñiga
Por : Yanira Zúñiga Profesora de género y derecho de la Universidad Austral de Chile
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Una de las muchas imágenes que nos ha dejado la visita del denominado bus de la “libertad” es un encarnizado debate, tanto en las calles como en los medios de comunicación, sobre lo que los defensores del bus han dado en llamar la ideología de género. Este bus, un proyecto de CitizenGo, Padres Objetores de Chile y el Observatorio Legislativo Cristiano, ha circulado por varias ciudades del país con el lema «Nicolás tiene derecho a un papá y a una mamá». Según las palabras de la vocera del movimiento, el objetivo de esta acción es «denunciar que hay proyectos y leyes gubernamentales que obligan a educar a los niños en un determinado comportamiento afectivo y sexual y que los padres tienen derecho a decidir esa educación, por encima de cualquier gobierno» y evitar que “los niños se confundan con la ideología de género”. Según ella “la ideología de género invita a los niños desde pequeños a cuestionarse su identidad sexual. Ese es un tema muy serio, que debe tomarse con toda la responsabilidad de un adulto, pero no introducirlo en los colegios, y menos de forma obligatoria» (declaraciones publicadas por T13)

Este discurso, que reivindica el derecho de los padres a decidir exclusiva y excluyentemente la educación sexual y valórica de sus hijos; y que reclama la existencia de derechos de los niños a no ser forzados a desviarse de su sexualidad natural, ha estado presente en las discusiones catalizadas por el libro Nicolás tiene dos papás, también a propósito del libro 100 preguntas sobre sexualidad adolescente que publicó la Municipalidad de Santiago bajo la administración edilicia anterior, la distribución de la píldora del día después, la disputa sobre el cuidado personal de las hijas de Karen Atala, solo por nombrar los casos más conocidos.

Quiero aprovechar esta discusión mediática para ofrecer algunas clarificaciones conceptuales sobre los verdaderos márgenes, contenidos y significados que destilan estos debates.

La expresión “ideología de género” ha sido acuñada por el pensamiento católico para combatir la noción de igualdad de género que defienden otros sectores de la sociedad. Desde el punto de vista jurídico, quien más ha utilizado esta expresión en Chile es el profesor de la Universidad de Los Andes, Hernán Corral, quien se ha servido de ella para criticar el proyecto de identidad de género.

La noción de género, en cambio,  fue acuñada por el feminismo académico, en el último tercio del siglo XX; para impulsar una crítica respecto de la interpretación tradicional que aceptaba, tranquilamente, que de la mera diferencia anatómica entre los cuerpos de los varones y de las mujeres, se derivara un haz de habilidades (intelectuales, espirituales, físicas,  etc.),  roles sociales (la mujer-madre, el hombre-proveedor) y derechos, no sólo diversos entre unos y otras, sino  de primer y de segundo orden, respectivamente.

Simone de Beauvoir había sido la precursora de esta línea de análisis, la que resumió magistralmente en dos de sus frases célebres: “el segundo sexo” y “no se nace mujer, se llega a serlo”. La primera—que es el título de su conocido libro — alude al fenómeno de identificación de lo humano con lo masculino (el androcentrismo) y la correlativa exclusión de las mujeres. La segunda frase pone de relieve un fenómeno conexo:  a partir de la diferencia anatómica entre los cuerpos de hombres y mujeres las sociedades han construido complejos dispositivos, superpuestos de sujeción, que buscan controlar qué es lo que las mujeres podemos ser y hacer.   Así, por ejemplo, de la capacidad de gestar de las mujeres — que es biológica—se ha derivado la exigencia jurídica de llevar a término los embarazos y la consiguiente penalización del aborto.  En ese sentido, cuando Beauvoir afirma que la mujer es un producto cultural lo que busca significar es que lo femenino es, por definición, un deber ser, es decir, una noción normativa.

Así las cosas, el género, entendido como la construcción social de la diferencia sexual, se transformó, particularmente desde la segunda mitad de los noventa, en el gran activo de la propuesta jurídico-política feminista que busca ensanchar los contornos de lo humano a fin de incluir efectivamente a las mujeres. Dicha propuesta sigue estando de actualidad, y ha servido a la sedimentación de los llamados derechos sexuales y reproductivos, pero los marcos de análisis de la noción de género han sido revisados y rearticulados, tanto por el pensamiento feminista como por otras corrientes de pensamiento.

La escisión nítida entre lo biológico (el sexo) y lo cultural (el género) ha sido puesta en entredicho a través de una nutrida investigación sobre el cuerpo, que incluye, entre otras aportaciones, los trabajos de Foucault y del pensamiento queer.  Dicha teorización ha puesto de relieve, entre otras cosas, que el Derecho ha regulado las relaciones entre sexo, sexualidad y procreación como una verdadera triada, en donde se inserta y modula la subjetividad de los individuos. Esto significa que la cuestión de quién tiene qué derechos (por ejemplo el derecho a contraer matrimonio y  fundar una familia, los derechos patrimoniales y personales vinculados a la institución de la familia, la autonomía  procreativa  etc.) ha estado más vinculada al sexo,  la sexualidad y la capacidad procreativa  de los sujetos, y a la manera como todos ellos han sido comprendidos por el saber médico;  que a esa escurridiza “naturaleza humana” a la que nos reenvía el discurso de los derechos humanos.

En palabras de Foucault (Historia de la sexualidad) la regulación normativa del sexo y de la sexualidad viene vertebrándose desde la modernidad a través de un conjunto de normas y prácticas jurídicas,  ligadas, directa o indirectamente, a la familia, el parentesco y el patrimonio;  a la represión de ciertas conductas para la protección de sujetos vulnerables, (como puede ser el caso de la punición de la promoción de la prostitución y la pornografía infantil); y también con  base en otros discursos y prácticas científico-médicas, que normalizan o patologizan ciertos comportamientos sexuales y/o decisiones reproductivas, situándolos o sustrayéndolos (dependiendo de las dinámicas de hegemonía/subordinación de esos discursos y prácticas) de la esfera de autonomía de los sujetos. Entre estos comportamientos y decisiones encontramos las relaciones homosexuales consentidas entre adultos, la sexualidad adolescente, la esterilización voluntaria sin previa indicación terapéutica, la interrupción del embarazo como método de control de la natalidad etc.

[cita tipo=»destaque»]Así las cosas, el género, entendido como la construcción social de la diferencia sexual, se transformó, particularmente desde la segunda mitad de los noventa, en el gran activo de la propuesta jurídico-política feminista que busca ensanchar los contornos de lo humano a fin de incluir efectivamente a las mujeres.[/cita]

Más recientemente, la teoría queer viene sosteniendo que el cuerpo es más que pura anatomía y que las representaciones sociales del mismo son performativas, es decir, no son simples expresiones de la realidad, sino mecanismos de constitución de esa realidad. Un ejemplo, propuesto por Judith Butler, puede servir para ilustrar esta idea: si pensamos que vemos un hombre vestido de mujer, estamos tomando el primer término (en este caso, hombre) como una realidad, y el segundo (mujer) como un artificio. Pero lo que vemos podría ser, bien, un travesti, bien una persona andrógina, bien, una persona transexual. Esto sugiere que las fronteras de la realidad y, en particular, de los cuerpos, están dominadas, de manera transversal, por el género: esa retícula que reduce todo al binarismo hombre-mujer (Butler, El género en disputa).

La variedad de combinaciones entre, por una parte, la carga cromosómica y hormonal, y los genitales externos de un sujeto, por la otra, no es reflejada por el uso de las categorías hombre o mujer. Si consideramos que en el momento que se une un óvulo con un espermatozoide, se define un conjunto de cromosomas que pare ser viables tienen que contener un cromosoma X, se pueden dar lugar a combinaciones XX, XY (las más frecuentes) y otros conjuntos, más escasos pero existentes (como XXY o X delección de X). Así las cosas, en realidad, podría decirse que hay cinco sexos: hombre, mujer, herms (nacidos/as con un testículo y un ovario) merms (nacidos con testículos, pero también con indicios de genitales femeninos) y ferms (nacidos con ovarios, pero con algunos aspectos de genitales masculinos). Esto último es lo que se ha dado en denominar intersexualidad (Vals-Llobet, Mujeres, Salud y poder, p. 88). La etiqueta hombre o mujer tampoco recoge la disonancia que reportan varios sujetos entre sus genitales externos y su percepción de sí mismos (p.e. un sujeto con genitales masculinos que se siente mujer y viceversa).  Desde luego, tampoco la preferencia sexual/afectiva está determinada por el hecho de tener genitales externos masculinos o femeninos, o sentirse hombre o mujer, pese a no tener los “correspondientes” genitales.  Y, sin embargo, nos hemos acostumbrado a mirar todas las prácticas afectivas y de placer de los sujetos bajo este esquema reduccionista.

Lo anterior pone de relieve, entonces, que las ideas de hombre y de mujer no expresan una determinada ontología, un a priori, sino que son, al contrario, formas de inteligibilidad social derivadas del orden social de género y cuya función es estabilizarlo. Estas ideas estrechan la variopinta realidad a una sola parcela— la heterosexualidad— naturalizándola. Lo que creemos que es una realidad objetiva no es más que una reconstrucción interpretativa de rasgos físicos, que involucra juicios de valor. Los genitales femeninos, por ejemplo, son tan diferentes de los genitales masculinos como estos últimos de aquellos, pero solo los genitales femeninos han sido simbolizados socialmente como un territorio a ocupar por otros (a través de la violencia sexual) y como una marca de sujeción (al transformar las sociedades la capacidad procreativa de las mujeres en deberes de gestar y cuidar). No hay, bajo esta perspectiva, una corporalidad natural sino, más bien, un proceso de naturalización de ciertos datos biológicos con propósitos de control.

Este proceso de naturalización se compone de dos actos que se suelen confundirse en el discurso conservador: a) un primer acto que afirma la realidad de una determinada gama de relaciones/pretensiones humanas.  Así, por ejemplo, cuando el discurso conservador apela a la llamada “complementariedad de los sexos”, esa idea aglutina un registro más o menos extenso de relaciones, que deben superponerse, para ser consideradas completamente legítimas. Estas comprenden, regularmente, las relaciones heterosexuales, monógamas, matrimoniales y con fines procreativos. Y b) un segundo acto que rechaza, por antinaturales, otras tantas relaciones/expresiones humanas, categorizándolas como anómalas o patológicas, a efectos de declararlas ilegítimas. Dentro de esta últimas, históricamente encontramos las relaciones homosexuales y, en general, las pretensiones ligadas a las demandas del colectivo LGTBI. Este marco interpretativo rígido fija los contornos de lo “natural” y no al revés.

Es este proceso de naturalización con fines de control el que hoy día se encuentra amenazado por el discurso de género. Desde luego, los fines de control que atraviesan la agenda conservadora sobre la sexualidad han sido purgados del discurso explícito y travestidos de apariencia de libertad, debido al imperio de lo políticamente correcto. Sin embargo, solo la orientación hacia el control, aunque enmascarada, permite imprimirles cierta coherencia a los discursos de los defensores del bus antes citado que, de lo contrario, serían completamente contradictorios. Por ejemplo, estos sostienen que debe prohibirse el cambio registral de sexo (en el proyecto de identidad de género este no requiere una cirugía previa de reasignación genital) en el caso de los menores de edad, arguyendo que, hasta bien entrada la adolescencia, los sujetos pueden estar desorientados en relación con su propia percepción de su identidad de género y/o su sexualidad, y que, por lo mismo, es importante darles tiempo para que puedan encontrar el verdadero camino. Bien podríamos preguntarnos, al hilo de lo anterior, lo siguiente:  si hay una manera natural de ser hombre o mujer, predeterminada biológicamente, ¿por qué sería necesario que alguien – nuestros padres o el Estado-  nos recondujera hacia esa verdadera naturaleza sexual? ¿no debería revelársenos esa naturaleza sexual como la simple consecuencia de nuestro instinto natural? Como es obvio, la importancia que estos grupos le asignan a la educación sexual de los padres, demuestra, justamente, que esta es vista como un mecanismo social de control parental. La libertad que, con tono afectado, reivindican esos padres, no es más que el reclamo para que no se les prive de la facultad de oprimir a sus hijos en el caso que estos no satisfagan sus concepciones sobre el sexo, la sexualidad o la procreación.

Por último, no está demás precisar que, si entendemos por ideología un sistema de ideas o representaciones de la realidad, que tiene por fin alimentar una agenda política, la protesta que los gestores de la idea del bus buscan precisamente vehicular (el no reconocimiento estatal de la identidad de género y de la orientación sexual como un derecho), es también una ideología y, en rigor, una ideología sobre el género. Su propuesta parece neutra porque se presenta a sí misma como describiendo el statu quo, mientras que le atribuye a las otras propuestas (provenientes del feminismo y del pensamiento de la diversidad sexual) la intención de subvertir ese statu quo. Sin embargo, tanto para legitimar como para oponerse a las formas tradicionales del género —sobre eso versa, en realidad esta discusión y no sobre los derechos de los padres o de los niños— es necesario tener una visión normativa sobre cómo deben ser las relaciones entre el cuerpo de los individuos y su subjetividad, es decir, sobre lo que lo que los sujetos pueden legítimamente ser o hacer.  Las propuestas feministas y de la diversidad sexual son propuestas comprometidas con la autodeterminación de los sujetos porque sitúan las decisiones sobre el sexo, la sexualidad y la reproducción de cada persona, independientemente de sus diferencias anatómicas, bajo el imperio de la soberanía individual, sin controles externos (ni del Estado, ni de los padres, ni de los médicos, etc.) Estas dos propuestas son, técnicamente hablando, propuestas genuinas de libertad. No puede decirse lo mismo de la propuesta de los defensores del bus. No es verdadera libertad aquella que reivindica la facultad de oprimir a otros.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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