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Anti-Peña: las mezclas neokantianas del rector Opinión

Anti-Peña: las mezclas neokantianas del rector

Burlándose de la dialéctica, Peña se toma en serio a Freud, y pasa a explicarnos que los dichos en que Girardi describe a Guillier como un castigo merecido, estarían revelando una culpa anterior, generalizada entre los hijos de Lagos, huérfanos ahora de ese padre que ellos mismos habrían matado. A través de esta improvisada fábula, que Peña nos vuelve íntima y teológica al reiterar en el texto imágenes como la del árbol de frutos prohibidos, la adoración de ídolos (el fetichismo de la mercancía) y el asesinato del padre (Lagos), percibimos de una vez por todas el ADN conservador de su autor.


Divertidas, por decirlo así, resultan las últimas teorías que sacó don Carlos Peña a propósito de Freud, Guillier, Girardi y Lagos. Vaya mezcla que nos deparó esta vez. Irónico e ingenioso, y embalado en una vena neokantiana, el rector Peña vendría siendo un Habermas de por estos lados.

En esta ocasión, burlándose de la dialéctica, se toma en serio a Freud, y pasa a explicarnos que los dichos en que Girardi describe a Guillier como un castigo merecido, estarían revelando una culpa anterior, generalizada entre los hijos de Lagos, huérfanos ahora de ese padre que ellos mismos habrían matado.

Lagos aparece entonces como el padre incomprendido, y la culpa de sus hijos asesinos tendría su raíz en el rechazo inconsciente al país creado por dicha familia, donde Lagos es el padre y, claro, aunque Peña no lo dice, Pinochet el abuelo.

La creación de la élite concertacionista contendría una clase media vasta y reciente, orgullosa de su propio ascenso, dedicada en su tiempo libre a recrearse en los grandes malls, en busca de accesos y consumos que le granjearían estatus. En otras piezas de su discurso público, Peña ya nos ha explicado que una tal clase media no está dispuesta a tragarse los diagnósticos pesimistas, ni menos las ínfulas refundacionales de, por ejemplo, un Frente Amplio.

En Chile, los frutos del capitalismo serían saboreados por las mayorías, que solo estarían dispuestas a tolerar correcciones marginales, pero no cambios de ruta ni menos golpes de timón.

Estimo que, a través de esta improvisada fábula, que Peña nos vuelve íntima y teológica al reiterar en el texto imágenes como la del árbol de frutos prohibidos, la adoración de ídolos (el fetichismo de la mercancía) y el asesinato del padre (Lagos), percibimos de una vez por todas el ADN conservador de su autor.

[cita tipo=»destaque»]Pero, además, resulta bien difícil tomarse en serio la fábula de Peña, que acaba diciéndonos más –como acabamos de ver– sobre el conservadurismo del rector que sobre el objeto de su prédica. Porque es obvio que las élites de la centroizquierda nacional, lubricadas larga y profundamente por el dinero, han sostenido por décadas un estilo de vida mediado por el acceso a consumos de clase mundial. De modo que, para cumplirse la parábola de Peña, habría que suponer todavía que dichas élites vivirían escindidas de las clases medias, dando por sentada la vigencia de dos juegos de reglas, sin extrañarse de retener para sí unos privilegios desde siempre negados a los más.[/cita]

Porque, si pensamos un momento, veremos que esta nueva clase media, que desconfía de la política, que padece altos índices de analfabetismo funcional y que pasea por los malls aferrada al sucedáneo de sus nuevos accesos, es la misma que tiene que endeudarse a morir para agenciar vivienda, salud y educación, y la misma que lidera los rankings mundiales de enfermedad mental, como ansiedad y depresión. Es el paraíso concesionado que nos deparó papá Lagos y sus adláteres de coalición, un paraíso modelado sobre aquel horizonte que dejó instalado Pinochet, y que, como dijo Cariola, la vocera de Guillier, los gobiernos posteriores no habrían hecho más que administrar y perfeccionar.

Conservador es Peña porque dibuja a la clase media como hija de la familia política: no hay representación sino propiedad; no hay deliberación sino obediencia. Conservador también porque su deplorable paraíso –los malls– indican con meridiana claridad su modelo de ciudadanía, uno donde la libertad se reduce a la libertad de comprar o, más bien, a la de endeudarse.

Pero, además, resulta bien difícil tomarse en serio la fábula de Peña, que acaba diciéndonos más –como acabamos de ver– sobre el conservadurismo del rector que sobre el objeto de su prédica.

Porque es obvio que las élites de la centroizquierda nacional, lubricadas larga y profundamente por el dinero, han sostenido por décadas un estilo de vida mediado por el acceso a consumos de clase mundial. De modo que, para cumplirse la parábola de Peña, habría que suponer todavía que dichas élites vivirían escindidas de las clases medias, dando por sentada la vigencia de dos juegos de reglas, sin extrañarse de retener para sí unos privilegios desde siempre negados a los más.

Pero justamente de eso se trataba en los 60, los juegos de la dialéctica practicados por los culposos de hoy: descubrir el modo de crear un solo juego con sus reglas, donde libertades y derechos, y no el dinero, constituyeran el lenguaje universal.

Sin embargo, la pesadilla ingeniosa que nos propone Peña, por la cual merodea Guillier como un espectro estrafalario, luego de retratar el talante del autor, se agota en sí misma.

Un examen del caso Caval nos lo confirma: los remordimientos internos por la conducta del joven Dávalos tuvieron más que ver con el deficiente manejo comunicacional que con el fondo ético de la cuestión. Y anunciar un cambio de gabinete en un programa de TV con Mario Kreutzberger, habla más de esa relación vertical y conservadora entre élite y clase media que de esa culpa «casi épica» en que Peña nos quiere hacer creer.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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