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Agenciamiento político y disputa hegemónica

La trampa de las elecciones, que hoy no a pocos seduce, bien puede llevar a comprender la legitimidad política desde un simple mecanismo estadístico como lo es el sufragio; tan cuestionable como otros que pretenden conquistar esa legitimidad por medio de la aplicación de un método de trabajo basado en la intervención directa.


“Esta dificultad, nuestra dificultad para encontrar las formas de lucha adecuadas
¿No proviene de que ignoramos todavía en qué consiste el Poder?”.

Michel Foucault.

Es tal vez una de las mayores dificultades de la izquierda pensarse a sí misma más allá de su composición identitaria, de sus horizontes de sentido. A saber, una izquierda que sea capaz de influir políticamente, tomando partido en la fractura, haciéndola inteligible como una contradicción que contribuya a transformar la reivindicación sobre la base de la promesa de movilidad social del neoliberalismo, en una posibilidad de emancipación frente al orden del capital.

Mi hipótesis ante esta aparente aporía es que el problema se ubica en la dimensión del agenciamiento político, debido a que si bien estamos ante una multiplicidad de organizaciones emergentes desde la izquierda y un incremento de demandas sociales, esto parece por sí mismo insuficiente debido a que un agenciamiento político, fundante de una nueva racionalidad, no remite exclusivamente a la figura del partido (ni a sus alianzas) como estructuración formal de una cierta voluntad política, sino que más bien a la articulación de sentido en términos de la relación entre categorías universales y particulares (Laclau, 2000), y la disposición de medios materiales para la disputa hegemónica.

Es en este ámbito donde Lenin y especialmente el “Que Hacer” (1905) ocuparon durante décadas un lugar preponderante para la izquierda (y que inspiró a otros tantos en la derecha). La cuestión del instrumento político para la revolución, sus características y funciones, y los métodos de trabajo del partido, motivan al dirigente bolchevique a redactar esta obra que, procesada bajo el tamiz soviético, termina convertida en una receta que ofrece formas organizativas aplicables con independencia de la formación sociohistórica donde se esté situado.

Traer de regreso a Lenin es justamente haciéndolo desde otras posibilidades de lectura, fuera de cualquier esencialismo doctrinario, sin el sufijo que empaña sus contribuciones; se trata de reivindicar la importancia de la organización política, mas no sus formas y especificidades contextuales, lo cual implica dejar de hablar desde un pretendido “leninismo” que malamente ha aportado a pensar la cuestión del agenciamiento de modo estático. Por ello, realizaremos un recorrido breve por la coyuntura en que Lenin redacta esta obra, para posteriormente realizar un contraste que pueda llegar –desde los problemas del ahora– a extraviarnos de él, pero desde él.

Lenin y su tiempo

Sin lugar a dudas, uno de los elementos más característicos del pensamiento del dirigente soviético fue su rechazo a la acción espontánea de las masas. Esta idea de que solo mediante la intervención política a cargo del partido, organización compuesta por militantes profesionales, dedicados a tiempo completo a la causa de la emancipación, el proletariado alcanzará niveles de conciencia política superior, es el aspecto central de la llamada “teoría leninista”. Convengamos en que la concepción del partido de Lenin se ajusta, a su vez, al concepto de dominación política o hegemonía vista como relaciones de fuerza. En otra discusión que escapa a este artículo, adquiere relevancia la noción de ideología en el marxismo, que está presente en Lenin bajo la forma de: a) ideología burguesa como falsa conciencia; b) teoría científica socialista como verdadera conciencia del proletariado.

Si bien hay algo de certeza en este planteamiento sobre el partido, lo que se olvida es –cómo no– el contexto en que es formulado. El impulso de demandas económicas se había convertido en una práctica privilegiada entre los círculos de agitación en Rusia. Este economicismo de la izquierda se sitúa en la problemática reduccionista que fue intensamente desarrollada por Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, y que habría llevado al movimiento comunista internacional, de acuerdo a este último autor (en un litigio frente a Nicos Poulantzas), a renunciar a la lucha popular-democrática en Europa y facilitar así el ascenso del fascismo (“Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo, fascismo, populismo”,1978).

Para Lenin, el problema pasa por organizar una fuerza que sea capaz de derrotar al zarismo. Había que vincularse, ante todo, al proletariado (clase que se estima como potencialmente revolucionaria), y luego conquistar la dirección del campesinado ruso de modo tal que se pudieran conducir sus acciones, orientarlas hacia la toma del poder, en medio de un debate con algunas corrientes del marxismo etapistas y revisionistas, que alimentaron el posterior viraje de la socialdemocracia. De esto, salta a la vista una interesante particularidad de la revolución rusa. Que aunque gran parte de sus dirigentes tenían una fuerte inspiración marxista, muy doctrinaria en algunos casos, fue la primera revolución –como lo expresara el joven Gramsci saludando las conquistas– contra “El Capital”, obra en la que Marx habría anticipado en qué tipo de sociedades podía darse con mayor facilidad un proceso revolucionario.

Atentos a la especificidad del momento de Lenin, resulta imposible pasar por alto el que estamos en una Rusia atrasada, en el marco de un régimen autárquico con escasa legitimidad. Esto advierte que Lenin no debe enfrentarse a la hegemonía capitalista en la que hoy nos desenvolvemos, sino que a un zarismo de conducta retardataria, a contrapelo de la realidad en Europa.

Esto explicaría el motivo por el cual se piensa el partido como una organización de vanguardia, centralizada y compartimentada en su funcionamiento, donde la disciplina consciente operara como principio fundamental de la práctica militante. El incremento de la represión zarista, la dispersión agitacionista y el marcado economicismo de la izquierda impedían dar saltos cualitativos en la lucha e inscribe a Lenin en una problemática concreta. De aquí surgió la idea de la depuración militante y los requisitos para ingresar al partido, porque solo una organización compacta y cohesionado podría dar continuidad a la lucha en circunstancias desfavorables como las que se vivían por esos años.

Aunque la condición de epifenómeno con que se concebían las superestructuras lejos estaba de problematizarse en los tiempos de Lenin (salvo por las concepciones gramscianas vagamente exploradas en ese entonces), el dirigente le asigna a la prensa un rol táctico en la lucha contra el zarismo. La publicación de periódicos fue importante en la política de los bolcheviques, siendo lo que caracterizó su intervención de masas y da relevancia al lugar del factor subjetivo.

El antiespontaneísmo y el vanguardismo, sin embargo, no siempre fueron ideas que gozaran de prestigio y eficacia en términos políticos. Pareciera olvidarse además que Lenin mira la revolución con un sesgo militarista justificable, porque convive al interior de un régimen con altos niveles de violencia física, experimenta un exilio casi constante y muchos de los obreros formados al interior del partido son enviados a la guerra con Japón, que trajo enormes penurias al pueblo ruso.

No conoce la enorme capacidad del capitalismo de asimilar las críticas y procesarlas desde la racionalidad del mercado, de disponerse a aceptar incluso aquello que le es hostil con tal de avanzar hacia un consenso ideológico que soporte las desigualdades sociales, proceso que latamente describen Boltanski y Chiapello en “El nuevo espíritu del capitalismo” (2002). La noción de hegemonía que desarrolla Gramsci (después de “Notas sobre la cuestión meridional”), como precisará Mouffe en “Hegemonía e ideología en Gramsci” (1991) es indudablemente mucho más apropiada para comprender la complejidad a la que nos enfrentamos en nuestros días, para atender la especificidad de la problemática contemporánea; categorías como reforma moral e intelectual o principio hegemónico articulador hacen sentido en un capitalismo que se dota de medios materiales y capacidades analíticas para producir subjetividades que le sean afines, copando todos los niveles de la vida social.

Nuevos caminos, viejos problemas

Por cierto que se requiere profesionalizar la práctica política de las organizaciones dispuestas a desafiar la configuración del orden social, de que el compromiso sea menos intermitente y más riguroso, pero esto responderá a la experiencia y la capacidad de posicionamiento de un referente que trace horizontes de transformación. No se resuelve mecánicamente apelando a la disciplina consciente, o con misticismo sectario en las prácticas partidarias.

Lejos también del reduccionismo que apela a una contradicción privilegiada, y que sitúa en las relaciones de producción el eje del capitalismo (distanciándonos así del viejo Lenin), estamos más bien ante una lengua hegemónica y no únicamente un sistema económico, cuyo nombre está dado por el término democracia. Así, pensar la democracia implica también atender el orden del capital, el dispositivo político que lo dota de cohesión social, no porque se trate de su auténtica expresión política (y hagamos de la democracia algo esencialmente burgués) sino porque es un término flotante, cuyo significado pasa necesariamente por una disputa de sentido. Cómo no hacer mención a la obra de Miguel Abensour “La democracia contra el Estado” (1998), donde el reencuentro es con un joven Marx que imagina la (verdadera) democracia como un momento que se define por la ausencia del Estado.

El viraje postestructuralista que envolvió a buena parte de la izquierda al menos desde finales de la década del setenta en adelante, juntó con permitir la desfundamentación de la vulgata soviética de la obra de Marx y abrir nuevos campos de discusión en el terreno del lenguaje y/o la cultura, gatilló un fuerte desbande que derivó en severas fragmentaciones orgánicas, al que no pocos hasta hoy han intentado “sobrevivir” aferrándose a las viejas categorías que se reivindican como un “retorno a Marx”, reacción recalcitrante ante la emergencia fantasmagórica del postmarxismo, calificado por la ultraizquierda como claudicante y reformista.

Pese a ello, ni la nueva izquierda surgida al alero del postmarxismo ni sus más férreos detractores logran superar la dificultad de su agenciamiento para disputar la hegemonía. El propio significante izquierda ha sido sometido a examen, y persisten las dudas sobre su pertinencia cuando se busca apelar a la amplitud social. Esta flexibilidad semántica se contrasta, a su vez, con la rigidez de otros que insisten en avanzar a contrapelo, como si la lucha ideológica consistiera en una postura refractaria y suspicaz ante cualquier cosa que huela a institucionalismo y falta de radicalismo. Nada más infructuoso, de uno y de otro lado.

La trampa de las elecciones, que hoy no a pocos seduce, bien puede llevar a comprender la legitimidad política desde un simple mecanismo estadístico como lo es el sufragio; tan cuestionable como otros que pretenden conquistar esa legitimidad por medio de la aplicación de un método de trabajo basado en la intervención directa. Una voluntad colectiva no se forja ni en las campañas electorales ni solo interviniendo la cotidianidad de las relaciones sociales, por más que una buena campaña logre consolidar una base electoral y un buen trabajo territorial una base social articulada.

Y es esto lo que la izquierda no comprende de Lenin, que no es ni el autor de una teoría de la organización ni el sintetizador del totalitarismo, sino que es un dirigente cuyo pensamiento apela a la multiformidad y a la concretitud; esta heterogeneidad de Lenin dista bastante de la imagen autoconstruida que tiene una buena parte de la izquierda acerca de este controversial personaje, cuyo resultado es leerlo a conveniencia. Por eso el esencialismo leninista (de aquellos que lo veneran, así como de quienes lo escamotean) boicotea a la izquierda y es responsable de impedir la posibilidad de tomar nota de sus aportes, generando en unos casos aislacionismo táctico, o bien en otros insuficiencias organizativas. Mi consigna es que Lenin, significante revolucionario, no está dado de una vez y para siempre.

La idea del despliegue territorial de la militancia, idea muy presente en Lenin, no reemplaza la importancia del factor comunicacional que hoy versa en la dinámica de la cultura y los medios, toda vez que los actos de habla gozan de un carácter performativo; esto dada la relevancia cada vez mayor de las industrias culturales en la conformación del imaginario social y como conductoras del espacio del sentido común. El discurso político no puede ser visto como los andamios del edificio que se construye, sino más bien como sus cimientos. No la cuña efectista del día a día, la afrenta circunstancial de las redes sociales ni el pasquín rojinegro, sino que la política comunicacional que es pura materialidad ideológica, tal como lo comprendiera Althusser en “Ideología y Aparatos Ideológicos del Estado” (1969).

Ha habido un esfuerzo de parte de cierta izquierda por recuperar la categoría de clase e incorporarla al debate desde las ciencias sociales ¿qué relación guarda esto con este Lenin que hoy traemos extraviado del esencialismo? Que aunque desplazada, la ausencia de esta categoría o su uso cada vez menos habitual no es impedimento para pensar la subjetividad revolucionaria, porque un proyecto que dispute la hegemonía del capital requiere apelar a la cohesión, a lo totalidad universal (plenitud ausente de lo social diría Lacan), tomando significantes como Nación, Democracia y Pueblo, ya que el sujeto revolucionario no es de ninguna clase: es el sujeto de la emancipación.

* Publicado en Redseca.cl

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