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¿Quién es el dueño de los derechos humanos? En respuesta a Lovera y Villavicencio

Por: Tomás Henríquez C.


Señor Director:

Hace poco más de una semana, Luis Villavicencio y Domingo Lovera han querido hacerse parte de una discusión amplia que estamos teniendo en nuestro país –que en cualquier caso, es de tan larga data como el proyecto moderno del derecho internacional de los derechos humanos– sobre el fundamento, contenido y alcance de los derechos que denominamos bajo este nombre.

Entendemos que su crítica de fondo apunta a lo que ellos mismos acusan como el uso retórico del lenguaje de los Derechos Humanos con el fin de alentar su restricción o vulneración. Por lo mismo, y porque no somos partidarios de litigar por medio de la prensa –este asunto fue elevado a los medios por la defensa– bastará con decir por ahora, respecto de nuestra acción judicial por prevaricación, lo siguiente. Es el propio abogado defensor quien la calificó como “muy bien fundamentada”, y por lo mismo se toma en serio. Y más aún, si Lovera y Villavicencio están tan convencidos –esperamos, luego de leer el documento– de que ella no tiene ningún destino, entonces parece ser bastante exagerado afirmar que esto amedrentará a jueces y pondrá en juego la independencia judicial, si los sentenciadores –que son tan calificados como ellos– debieran concluir, igualmente, que ella carece de sustento. Por lo mismo, dejamos hasta acá este asunto y esperaremos a que las instituciones actúen en base a los argumentos ya vertidos.

El debate verdaderamente interesante es sobre el fondo. Lovera y Villavicencio adscriben, como tantos otros, a una visión sesgada y excluyente de los derechos humanos sobre la cual tienen un infundado sentido de propiedad que temen les sea disputado. Una noción que ellos mismos reconocen como basada en una concepción de autonomía que les permite desanclar a todos los individuos de sus contextos sociales y de la articulación política del lenguaje de los derechos. Esto lo logran infundiendo en sus posiciones sus propias inclinaciones y predilecciones antropológicas, filosóficas, y de la justicia. Echan mano al cuantioso depósito de recomendaciones, observaciones, declaraciones y documentos de principios emanados de organizaciones internacionales, comisiones de juristas e incluso de organizaciones privadas a las que ellos erróneamente ponen al mismo nivel que la voluntad de la comunidad de Estados –genuinos intérpretes de sus propias obligaciones de derechos humanos– y a las que asignan un valor normativo que es al menos cuestionable, especialmente en oposición a los tratados y la costumbre firmemente establecida.

El proyecto moderno de los derechos humanos no buscaba implementar un modelo de respuestas únicas y unívocas a la implementación de los mismos en cada comunidad política. Los padres fundadores del proyecto –encarnados en la primera generación de redactores de la Declaración Universal y los filósofos que participaron en ese proceso desde la UNESCO, como Jacques Maritain– buscaron forjar un consenso práctico de reconocimientos mínimos de justicia, con disposiciones de mayor o menor densidad normativa. En algunos casos se trató de verdaderas reglas de conducta a los Estados, que no dejan cabida a la interpretación, como lo es la prohibición del uso de la tortura, o de la pena de muerte en aquellas comunidades políticas en que ella ha sido abolida. En otras, se trata de mandatos de actuación que requieren de una “traducción política” según las propias concepciones antropológicas y filosóficas de la comunidad humana que las recibe. Esto pues los creadores estaban conscientes de las divisiones que cruzaban a la comunidad internacional que forjaba dicho acuerdo. Es célebre en el mundo de los DD. HH. la anécdota de la respuesta de Maritain a un visitante a la Unesco que, ante el trabajo de los filósofos, manifestó su asombro sobre cómo era posible que ideologías tan violentamente opuestas pudieran ponerse de acuerdo en una lista concreta de derechos fundamentales. “Sí, estamos de acuerdo sobre estos derechos pero bajo la condición de que nadie nos pregunte por qué. En el ‘por qué’ es donde empieza la disputa”, fue la respuesta dada, según el filósofo.

La creación de un régimen jurídico sobre un documento legítimamente intercultural les exigía a los redactores renunciar voluntariamente a cualquier intento de justificación racional definitiva desde la cual se interpretarían de forma exclusiva los derechos reconocidos, o el consenso nunca se habría forjado. Redactores originales de la Declaración como Peng Chung Chang deploraban públicamente los esfuerzos de los poderes coloniales de su época para imponer una forma común de pensamiento y modo de vida en sus territorios, lo que sería alcanzable “solo por la vía de la fuerza o a expensas de la verdad”. En definitiva, la creación de lo que Villavicencio y Lovera llaman “la técnica de los derechos humanos” no abrazó en su génesis los postulados que ellos mismos defienden, aún si muchos de sus cultores –ellos incluidos– han querido infundirlos de los mismos de manera dogmática con el paso del tiempo, tratando de sacralizar su propia concepción de la justicia y la persona humana.

Por lo mismo –y más allá de su crítica ad hominem sobre lo que ellos llaman despectivamente “paupérrimos resultados” de nuestras actuaciones pasadas– es que no rehuimos de nuestras labores pretéritas en los casos que ellos mencionan. En el recurso por las tomas del Instituto Nacional se logró una importante victoria en la Corte Suprema, reconociendo la ilegalidad de las mismas como vías de hecho y forma de protesta. Dónde ellos ven limitación de su concepto de la libertad de expresión y protesta social, nosotros vemos y defendemos el derecho a la educación de quienes se opusieron a la toma. Dónde ellos ven una ofensiva en contra de la llamada diversidad sexual, nosotros defendemos el derecho explícitamente reconocido en los tratados aplicables a nuestro país de los padres a educar a sus hijos conforme a sus convicciones morales o religiosas, sin imposiciones de parte del Estado (cuestión que de hecho reconoció la Corte de Valparaíso). Y en el caso de los talleres de uso de misoprostol, dónde ellos ven su concepción de un derecho reproductivo al aborto, nosotros vemos y defendemos el derecho a la vida desde la concepción. Todo lo demás es atravesado por nuestra intención de usar las herramientas del ordenamiento jurídico para hacer respetar el Estado de Derecho que debe primar en nuestro país.

Los Derechos Humanos no son patrimonio de un sector político, ni de una sola tradición de pensamiento. Ellos permiten, y más aún, exigen, una labor de mediación y determinación política en todos aquellos casos en que no existe una regla unívoca de conducta. Es al menos irónico que sectores tan hostiles a la fe y convicciones religiosas de las personas no vea que ellos mismos operan bajo una lógica análoga, acusando blasfemia de quienes no comparten sus propios dogmas revelados por los profetas de Ginebra o Nueva York. Y si el cuestionamiento de dogmas está a la orden del día, no hay razón por la cual los suyos no puedan también ser cuestionados.

Tomás Henríquez C.
Director Ejecutivo
Comunidad y Justicia

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