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Los nuevos indígenas y el Censo 2017

Javier Castillo
Por : Javier Castillo Estudiante de Doctorado en Investigación Social Aplicada en la Universidad de Manchester. Columnista de Revista Red Seca
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Evitar las jerarquías raciales amparadas en clasificaciones con pretensiones de objetividad impulsadas por el Estado es una necesidad de toda lógica. Creer que de la derogación de esa antropología decimonónica se deriva el fin de la discriminación racial es una ingenuidad. A pesar de la inutilidad del concepto de raza en la ciencia moderna, los individuos continúan asociando virtudes y defectos con la posesión de un conjunto específico de rasgos físicos, muchos de ellos asociados a este denostado término. Transformar, en ese contexto, la adscripción étnica en un producto de boutique, que puede ser exhibido con orgullo durante un día específico para luego ser relegado al olvido, es una consecuencia más de ese autoengaño.


El miércoles recién pasado, el Estado de Chile realizó el Censo 2017, una versión abreviada del tradicional cuestionario que cada diez años cuantifica a los chilenos y sus condiciones de vida, que tuvo por principal objetivo subsanar los graves problemas del Censo 201­2. En redes sociales, este proceso fue acompañado por una avalancha de muestras de compromiso cívico, expresiones de autosatisfacción por el deber cumplido e inspiradoras reflexiones críticas sobre el porqué de alguna pregunta o respuesta. Sin embargo, entre todas estas expresiones, una de las más llamativas es la tendencia de ciertos sectores medios y medios altos, en su mayoría profesionales jóvenes, a declarar orgullosamente y los cuatro vientos su pertenencia a algún grupo étnico originario.

Nada de esto debiera llamarnos la atención si se tratara de personas de apellido indígena, o bien de individuos que sin tener esta cualidad hablaran una lengua originaria o, al menos, practicaran alguno de sus rituales o vistieran sus atuendos tradicionales. Sin embargo, ninguna de estas características parece estar presente en este sorprendente grupo de nuevos indígenas. Por el contrario, se trata de personas que tienen un vínculo débil y más bien romántico con las etnias originarias. Son, en su gran mayoría, chilenos mestizos cuya ligazón con lo indígena se diluyó tras varias generaciones socializadas en el castellano y la cultura europeo-occidental. Los hay también de apellidos europeos no hispánicos, cuyo vínculo con las culturas originarias de nuestro país es aún más difuso. ¿Ha ocurrido un cambio en los criterios de adscripción a las etnias originarias de Chile o, por el contrario, se trata de una frivolidad que hace de la etnicidad un producto de boutique? Un poco de ambas.

Hoy por hoy, clasificar a las personas de acuerdo a su grupo étnico-racial no es una tarea fácil. Tras la caída de la Alemania Nazi, se inició un movimiento científico-político que socavó las bases biológicas del concepto de raza y restó legitimidad a las clasificaciones basadas en éste. Así, las pruebas con pretensión de objetividad científica para determinar la pertenencia étnico-racial de los individuos terminaron confinadas a la infame Sudáfrica del Apartheid y algunos estados del sur de EE.UU. En este nuevo escenario, la asociación entre este ejercicio de clasificación humana y una de las formas más rígidas de jerarquización social terminó por cristalizar en la opinión pública y la comunidad científica, haciendo muy difícil la justificación de cualquier investigación que pretendiese usar ese tipo taxonomías. No obstante, los individuos continúan enfrentando, en muchas dimensiones de la vida, un trato diferencial en función de sus rasgos fenotípicos.

Para poder investigar este problema y, a su vez, dar cuenta de la carga simbólica que pesa sobre las clasificaciones raciales hechas por el Estado, emergió un nuevo consenso entre los cientistas sociales. A partir de hace algunas décadas, ya no se pretende establecer una clasificación objetiva de los individuos; por el contrario, se espera que ellos mismos comuniquen su adscripción a un grupo étnico-racial determinado. Esta es la estrategia que viene utilizándose en Chile desde el año 1992, cuando por primera vez se intentó cuantificar la cantidad de personas adscritas a alguna etnia originaria. En ese entonces, se preguntó “Si usted es chileno, ¿se considera perteneciente a alguna de las siguientes culturas?” Luego, en el Censo del año 2002, la pregunta fue: “¿Pertenece Ud. a alguno de los siguientes pueblos originarios o indígenas?” El resultado del cambio en la formulación de la pregunta fue una drástica reducción de la población mapuche desde un 8,79% a un 3,79%. Como es fácil suponer, al no estar sometida a ningún control externo, las preguntas de auto-adscripción étnica son muy sensibles al fraseo utilizado y al momento político. De hecho, muchos dirigentes mapuches de la época acusaron al Estado de Chile de “genocidio estadístico”, pues detrás del cambio de fraseo antes comentado habría habido una intención de aminorar la presencia del pueblo mapuche en la sociedad chilena. Para evitar un nuevo problema de este tipo, en el Censo 2017, el Estado de Chile decidió volver a una formulación mucho más laxa y cercana a la de 1992. En efecto, la nueva pregunta de adscripción étnica fue: “¿Se considera perteneciente a algún pueblo indígena u originario?

Entre la consideración, como se planteó en los Censos 1992 y 2017, y la pertenencia efectiva, como intentó capturar la pregunta del año 2002, hay una brecha –incluso a nivel de autopercepción- que permite el ingreso de personas no necesariamente indígenas a la categoría de miembros de pueblos originarios. Eso fue lo que vimos, con cierto exceso de auto-glorificación, en redes sociales durante la realización del último censo.

Más allá de la curiosidad que este fenómeno puede generar, no se trata de una particularidad chilena. Como ha evidenciado el trabajo de Edward Telles, René Flores, Fernando Urrea y en general del Project on Ethnicity and Race in Latin America, las preguntas de auto-adscripción étnico-racial generan este tipo de contrasentidos en toda América Latina. Así, mientras algunos latinoamericanos de estatus alto y medio-alto, a pesar de su apariencia más cercana al fenotipo blanco y por una mayor conciencia histórica o compromiso político, se consideran mestizos, otros, de estatus medio-bajo y bajo, a pesar de su apariencia más cercana al fenotipo indígena y por un afán de movilidad social, se consideran blancos. El resultado previsible de esta peculiar forma de auto-adscripción es la dilución del rasgo pigmentocrático de América Latina pues, al analizar datos provenientes de este tipo de preguntas, la diferencia de estatus socioeconómico entre blancos y mestizos se minimiza.

La particularidad del censo chileno es que, ante la ausencia de las categorías “mestizo” o “blanco”, la transferencia por deseabilidad social, compromiso político o conciencia histórica –cualquiera sea su inspiración- ocurre desde estas dos últimas categorías hacia la de pueblos originarios. Una explicación para este cambio debiera considerar la radicalización del conflicto mapuche, una mayor conciencia de nuestra diversidad étnico-racial como sociedad y el afán de rescatar la parte indígena de nuestra identidad mestiza, que por años trató de asimilarse a lo blanco. Inicialmente, todas ellas parecen razones nobles y suficientes para justificar el hecho de que un mestizo o blanco de clase media alta conteste orgulloso su pertenencia a un pueblo originario. Sin embargo, este gesto político se transforma en una frivolidad bien inspirada si uno considera que, de ser masivo, no permitirá caracterizar de manera certera las condiciones de vida de esos chilenos que no necesitan publicar su pertenencia a una etnia originaria, pues viven de acuerdo a sus costumbres y padecen las consecuencias de la discriminación racial que aún campea en la sociedad chilena.

Evitar las jerarquías raciales amparadas en clasificaciones con pretensiones de objetividad impulsadas por el Estado es una necesidad de toda lógica. Creer que de la derogación de esa antropología decimonónica se deriva el fin de la discriminación racial es una ingenuidad. A pesar de la inutilidad del concepto de raza en la ciencia moderna, los individuos continúan asociando virtudes y defectos con la posesión de un conjunto específico de rasgos físicos, muchos de ellos asociados a este denostado término. Transformar, en ese contexto, la adscripción étnica en un producto de boutique, que puede ser exhibido con orgullo durante un día específico para luego ser relegado al olvido, es una consecuencia más de ese autoengaño.

La lucha contra el racismo requiere de compromiso político y evidencia científica para identificar con precisión en qué circunstancias y con qué consecuencias las personas son tratadas diferencialmente en función de su pertenencia a una etnia determinada o de sus rasgos físicos. A este fin, el orgullo naive de sentirse indígena por un día no colabora en nada.

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