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La jauría tras las redes sociales: deja que los perros ladren Opinión

La jauría tras las redes sociales: deja que los perros ladren

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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Triste y hasta entendible situación que, empero, no justifica el curioso contagio de aquellos que, habiendo aprendido, como en las levas, chillan y aúllan irreflexivos al primer ladrido, olvidando el tacto y la necesaria mesura a que obliga la vida en sociedad si la queremos no violenta.


Juan Valdés C. nos ilustra en su blog sobre sobre los orígenes de la socorrida frase “Deja que los perros ladren Sancho, es señal de que avanzamos”, atribuida a Miguel de Cervantes, en El Quijote de La Mancha. Recurriendo a la fuente, Valdés nos demuestra que en el pasaje del Toboso y los perros que ladran (Libro I, Cap. IX) nada de ello se dice, a no ser por la frase “no se oía en todo el lugar sino ladridos de perros, que atronaban los oídos de don Quijote y turbaban el corazón de Sancho”. Y cuando el Quijote cierra el párrafo con su fiel “escudero” solo indica: “Sancho, hijo, guía al palacio de Dulcinea; quizás podrá ser que la hallemos despierta”.

No hay comentario de Sancho, ni respuesta del Quijote. Pero sí perros que ladran y avance en el camino, relación que puede haber dado origen a la famosa expresión.

Siguiendo la historia de su deformación, Valdés señala que la referencia más antigua publicada sobre ella es un artículo necrológico escrito por Nilo Fabra en El Imparcial, en 1916, donde afirma que Rubén Darío reaccionaba ante las injurias con la hoy popular locución. Asimismo, informa que se habría hecho notoria gracias a la novela de Ricardo León, Cristo en los Infiernos, o que se le atribuye, erróneamente, a Vida de Don Quijote y Sancho, de Miguel de Unamuno. Orson Wells, en tanto, habría intentado llevar al cine una versión sui géneris de El Quijote, pero lo único que quedó de aquel trabajo fue la sentencia que todos atribuían al propio Alonso Quijano. La frase habría sido parte del guion –que nunca vio la luz– y descubierta accidentalmente por el escritor uruguayo Eduardo Galeano.

El centenario enunciado, por lo demás, se ha ido presentado a lo largo de los años con múltiples variaciones, que van desde un formato casi cartesiano de “ladran, luego cabalgamos”, hasta el modo más utilizado en la sabiduría popular: “Deja que los perros ladren, es señal de que avanzamos” y que, tal como la usara Rubén Darío, apunta a ese bullicio, ruido o griterío que ocasiona el avance en notoriedad, fortuna o fama de algunos, en las pobres almas de otros.

Pobres, porque el ladrido sirve a los perros, entre otras cosas, para liberar estrés. Los veterinarios y especialistas en canes coinciden en que los perros sometidos a duras condiciones de vida o situaciones extremas de adiestramiento, pueden desarrollar el hábito de ladrar, incluso como consecuencia del propio entusiasmo que ponen en su faena de entrenamiento. Pero también ladran mucho aquellos perros que pasan demasiado tiempo aislados, debido a la tensión que les causa la soledad, el miedo, aburrimiento o frustración.

La parabólica forma con que Rubén Darío respondía, pues, a sus críticos, utilizando la rediseñada frase de Wells, Fabra o León, reinstala a aquella perruna frustración, miedo y aburrimiento en el ámbito de ese penoso comportamiento humano que impulsa a tantos a liberar sus frustraciones y miedos, ladrando, agrediendo a quien “cabalga” sobre mejor suerte.

En efecto, en las redes sociales –aunque no solo en ellas–, por ejemplo, cientos de partícipes acometen diariamente en contra de quienes, con candidez, comparten sus vidas en ese caótico universo digital, con un atronador lenguaje que hiere oídos, razón y emociones, por su vulgaridad ramplona, simulando así el bullicioso ladrido de los perros, aunque sin la cualidad inocente del animal –que comunica, pero no significa–, sino con el ruin e intencionado propósito de avasallar. Es el lenguaje del bullying, de la imposición matonesca, del placer del dominio que parece no poder ejercerse en la realidad, por debilidad, cobardía, hipocresía o frustración contenida, pero que el anonimato de la red posibilita.

[cita tipo= «destaque»]Se nos dirá que esa rabia es de origen social. El modelo. El sistema. La desigualdad. La injusticia. Las facilidades tecnológicas que nos han transformado a todos en un medio de comunicación y que, en el embozo grupal, posibilita la conformación de tales jaurías.[/cita]

Ingratamente, este pésimo hábito se ha extendido hacia casi todos los ámbitos de nuestra convivencia social. Aquel lenguaje soez se utiliza en contra del hincha del equipo competidor, del adversario político, del intelectual, artista, cura o empresario de moda. Alcanza al ámbito de lo público y lo privado, va desde el Congreso, al Ejecutivo hasta el Poder Judicial; en fin, se ejerce entre géneros, nacionalidades, colores de piel, segmentos etarios y socioeconómicos, entre padres e hijos, profesores y alumnos, entre jefes y subalternos.

¿Ladramos –como los perros– también por miedo, frustración o aburrimiento? Pareciera que sí. Las investigaciones sobre la salud mental de los chilenos son indiciarias y sus consecuencias notorias. El miedo, la frustración, la rabia o el aburrimiento, nos producen esa tensión que infaustamente se masifica –como el contagio de los ladridos– con la pertinaz ayuda de medios tradicionales y emergentes que, buscando rating o “me gusta”, se transforman en serviles canales de reproducción cada vez más amplia del deleznable estado de ánimo.

Se nos dirá que esa rabia es de origen social. El modelo. El sistema. La desigualdad. La injusticia. Las facilidades tecnológicas que nos han transformado a todos en un medio de comunicación y que, en el embozo grupal, posibilita la conformación de tales jaurías. Pero, incluso, suponiendo que tuvieran razón quienes atribuyen a terceros las causas de su comportamiento, es innegable que la continencia emocional necesaria para sublimar nuestros “ladridos” –con el simple afán de mantener normas de convivencia mínimas– es una cuestión de autocontrol que aprendemos, como la contención urinaria, en los primeros años, mientras que la indispensable valoración propia y del otro, una derivada de nuestra educación.

Para algunos, con peor suerte, tal vez su formación fue ejercida mediante el freno del “palo”; para otros, con más fortuna, con la “zanahoria” del diálogo y la razón. Quizá, para los primeros, su entrenamiento los llevó a condiciones extremas, por lo que su frustración y miedo, en vez de atenuarse, se incrementó. Triste y hasta entendible situación que, empero, no justifica el curioso contagio de aquellos que, habiendo aprendido, como en las levas, chillan y aúllan irreflexivos al primer ladrido, olvidando el tacto y la necesaria mesura a que obliga la vida en sociedad si la queremos no violenta.

Para el resto, a quienes las escandalosas y persistentes destemplanzas digitales y reales “turban el corazón”, si este ponzoñoso ambiente nacional no cambia y –como todo indica– se ahonda con un año electoral ad portas, no nos quedará más que, apartándonos del “mundanal ruido”, parafrasear a Wells, Fabra o León y “dejar que los perros ladren”.

Así y todo, no habrá que olvidar que, en el origen de la manida oración siguen estando Cervantes y el Quijote. Uno real que nos ha enseñado a querer y respetar el lenguaje de nuestra pretérita hispanidad en su más profunda dimensión ética y estética; y el otro, un cándido soñador que sigue creyendo en el amor, la decencia, nobleza de alma y belleza. Solo de esta forma podremos contribuir a evitar que la jauría desenfrenada siga turbando el ya hastiado corazón de Sancho.

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