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Gratuidad en la educación: una política pública sin brújula EDITORIAL

Gratuidad en la educación: una política pública sin brújula

Si un Estado sabe lo que quiere en Educación y tiene políticas públicas de educación, requiere instrumentos institucionales para operar sus objetivos de formación científica, técnica y humanística. Más aún si la educación pública de calidad es una política de implementación de un derecho social básico que debe constar en el pacto constitucional. Lo actuado en torno al Presupuesto ha traslucido la evidencia de que tal pacto en la práctica no existe, y la respuesta a los problemas –de calidad o financiamiento– siempre está sujeta a la precariedad de un pronunciamiento de ocasión.


El pacto entre Gobierno y oposición para aprobar la glosa de financiamiento de la Educación Superior en la Ley de Presupuestos de 2017 evidencia la ausencia de una idea clara y estratégica en la elite política acerca de por qué y para qué  el Estado de Chile requiere de instituciones públicas de Educación Superior. La amenaza opositora de llevar la glosa presupuestaria al Tribunal Constitucional (TC), cosa que el Ejecutivo evitó con el acuerdo de distribuir recursos a instituciones privadas, surtió un doble efecto perverso: elevó el rango político de un organismo estructuralmente cuoteado y debilitado en su prestigio profesional, como lo es el TC, que sin siquiera intervenir resultó “ganador” en el ranking de poder institucional del Estado de Chile; para colmo, en algo que no le compete. Además, puso en evidencia la carencia de convicciones e ideas del Gobierno sobre lo que son los derechos sociales, y la debilidad conceptual de su comprensión de lo público de nuestro sistema.

La distinción entre público y privado pertenece, desde su aparición, al contrato social que posibilitó el surgimiento de la democracia, por sobre los poderes corporativos o feudalizados que dominaban hasta entonces la sociedad. En ese pacto se consagra la aparición del individuo ciudadano en quien descansa la soberanía de la nación y del Estado modernos, y se establecen los principios que definen a la sociedad civil como suma de los individuos ciudadanos, que actúan sin condiciones de parentesco, conyugalidad o simple amistad. La esfera privada, en cambio, consignada cual “no política” por definición, se perfiló como el interés individual, y “ámbito doméstico, espacio físico de la vivienda, de sus alrededores y las relaciones parentales e íntimas que tienen lugar en él”.

En Chile, según estudios de la OECD, el financiamiento privado de la educación básica no excede el 10%, y de la educación media el 37%. El resto depende de recursos del Estado. Esto ha sido parte del ADN republicano en la preocupación del Estado. Sin embargo, más del 47% de la educación es administrada por privados que usan fondos públicos para sus actividades e, incluso –en ocasiones– se apropian de las utilidades generadas por esta actividad educacional, en beneficio estrictamente privado. En el caso de la Educación Superior, el 70% del financiamiento proviene del gasto privado (generalmente familiar), aun en aquellas universidades consideradas públicas.

La arqueología de la contrarreforma del Estado llevada a cabo por la dictadura militar desde 1973 en adelante pone en evidencia el trazo original de la matriz educacional de mercado.

[cita tipo= «destaque»]La regla sigue siendo, con matices, que la Educación Superior es una excepcionalidad que debe ser pagada por quienes la alcanzan, lo que choca con la antigua tradición republicana de un Estado comprometido con el desarrollo educacional público. Y desatiende las demandas de un nuevo pacto constitucional por la Educación que maduró definitivamente el año 2011 con las amplias movilizaciones estudiantiles.[/cita]

Tal como se expresó en la prensa de la época, el esfuerzo de la Dictadura (Directiva Presidencial sobre Educación Nacional, marzo de 1979), que introdujo formalmente la educación de mercado,  se centró en la formación de ciclo básico a cualquier costo, para cumplir el “deber histórico y legal de que todos los chilenos, no sólo tengan acceso a ella, sino que efectivamente la adquieran y así queden capacitados para ser buenos trabajadores, buenos ciudadanos y buenos patriotas». O sea, el mínimo  funcional para el desempeño productivo, y no una línea educativa pública orientada al desarrollo de la sociedad y a la promoción del bienestar y la movilidad social como un eje democratizador de la sociedad misma. En ese momento el mensaje sobre la Educación Superior fue que ella “constituye una situación de excepción para la juventud, y quienes disfruten de ella deben ganarla con esfuerzo… y además debe pagarse o devolverse a la comunidad nacional por quien pueda hacerlo ahora o en el futuro”.

Es esa orientación, aún vigente, lo que la sociedad democrática de Chile no ha logrado revertir como matriz desde el retorno de la democracia. La regla sigue siendo, con matices, que la educación superior es una excepcionalidad que debe ser pagada por quienes la alcanzan, lo que choca con la antigua tradición republicana de un Estado comprometido con el desarrollo educacional público. Y desatiende las demandas de un nuevo pacto constitucional por la Educación que maduró definitivamente el año 2011 con las amplias movilizaciones estudiantiles.

En todas partes donde lo público tiene un valor y un carácter estructurante de derechos y obligaciones, la  educación pública estuvo vinculada al imperio de la autoridad del Estado y la Nación, como representantes del bien común de la sociedad. Y las condiciones de su funcionamiento y desarrollo se fundaron en el pacto constitucional como uno de los valores de orientación de todo el sistema político.

Si un Estado tiene apuesta en salubridad pública sabe para qué requiere hospitales, centros de investigación médica y programas públicos de salud. Lo mismo en Defensa o Seguridad Pública. Si un Estado sabe lo que quiere en Educación y tiene políticas públicas de educación, requiere instrumentos institucionales para operar sus objetivos de formación científica, técnica y humanística. Más aún si la educación pública de calidad es una política de implementación de un derecho social básico que debe constar en el pacto constitucional.

Lo actuado en torno al Presupuesto ha traslucido la evidencia de que tal pacto en la práctica no existe, y la respuesta a los problemas –de calidad o financiamiento– siempre está sujeta a la precariedad de un pronunciamiento de ocasión.

El rector de la Universidad de Chile se ha declarado partidario de la necesidad de “restaurar un sistema de Educación Superior que, a través de una diversidad de instituciones (…), actuando en conjunto, sea capaz de formar profesionales y técnicos al más alto nivel; de realizar investigación científica e innovación tecnológica; de desarrollar las ciencias sociales y humanidades; y de contribuir al acervo cultural de la nación”.

Ha dicho también que “el Estado se ha desentendido de las instituciones de educación superior y ha ‘tercerizado’ la formación de los jóvenes y la formulación de políticas de investigación y desarrollo”, cuando lo que se requiere –dijo– es  “desarrollar una política específica del Estado chileno para con sus propias universidades, la cual, más allá del financiamiento, debe reflejar la misión común entre estas y el resto del sistema estatal en temas como educación, salud o tecnologías. Tienen que haber grandes proyectos de trascendencia nacional que el Estado encargue a sus universidades. Tiene que haber una articulación académica entre las universidades estatales para que estas configuren un sistema”.

Lamentablemente, el modelo vigente es todo lo contrario: sus instituciones compiten entre sí por recursos y estudiantes, no existe verdadera regulación, y la transparencia y la calidad son optativas.

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