Publicidad

Jurisdicción universal y protección de derechos humanos

Javier Gallego y Juan Francisco Lobo
Por : Javier Gallego y Juan Francisco Lobo Javier Gallego Saade, Profesor instructor de Derecho Público de la Universidad Adolfo Ibáñez; Profesor invitado de Derecho Penal Internacional de la Universidad de Chile; Investigador asistente del Centro de Estudios Públicos (CEP) y Juan Francisco Lobo, Profesor invitado de Derecho Penal Internacional, Universidad de Chile y Universidad Adolfo Ibáñez.Coordinador Académico, Cursos de Derechos Humanos Online, Universidad Diego Portales. Profesor de Teoría del Derecho, Universidad Diego Portales
Ver Más


El pasado 18 de noviembre, la Corte Suprema, en su fallo Rol 17.393-2015, ha resuelto requerir al Gobierno de Chile (materialmente a la Cancillería) que pida a la Comisión de Derechos Humanos de la OEA que se constituya en Caracas, Venezuela, de modo de constatar el estado de salud y privación de libertad de Leopoldo López y Daniel Ceballos, identificados en el fallo como presos políticos.

El fundamento de dicho requerimiento es el deber de protección de los derechos fundamentales a la vida, igualdad, privacidad, de petición y de asociación, consagrados en el artículo 19 de la Constitución chilena, números 1, 2, 4, 14 y 15, respectivamente. La Corte ha entendido que el deber de protección de derechos fundamentales que la Constitución le impone al Estado de Chile la habilita para extender la vigencia de las normas que consagran esos derechos a casos de vulneración extraterritoriales. Ha llamado a este ejercicio “jurisdicción universal de protección de derechos humanos”.

Antes de examinar el origen de la práctica de la jurisdicción extraterritorial fundada en un principio de intereses universales, es necesario comentar los fundamentos constitucionales de la decisión, dimensión en la que la Corte incurre en el primero (de muchos) errores. Respecto de la vigencia de normas constitucionales que consagran derechos fundamentales (entre nosotros principalmente el artículo 19 de la Constitución), la Corte parece disponer de dos opciones para fundar algo así como una vigencia universal, que la habilitaría para reforzar la protección de derechos fuera del territorio nacional.

Por un lado, invoca el Pacto de San José de Costa Rica (en adelante la Convención Americana de Derechos Humanos), y, por otro, en el considerando noveno ofrece una interpretación del artículo 19 en virtud de la cual la expresión “a todas las personas”, haciendo referencia a los titulares de los derechos que allí se consagran, no distingue nacionalidad ni ubicación geográfica (lo mismo hace con el artículo 20 que configura la acción de protección). Con esta interpretación la Corte demuestra que no entiende el rol que cumplen las normas de derechos fundamentales, al mismo tiempo que es incapaz de distinguir su consagración constitucional, de su proyección al derecho internacional de derechos humanos.

Sobre lo primero, las normas de derechos fundamentales consagran precisamente eso, derechos subjetivos, de los cuales emanan obligaciones correlativas de abstención o de protección. Una discusión relevante es si el destinatario de dichas obligaciones es solo el Estado o también otros ciudadanos. En torno a esta discusión se enmarca también la pregunta relativa a la circunscripción de la titularidad de los derechos a la nacionalidad. Si bien la discusión no ha sido particularmente intensa, se ha aceptado que la expresión “todas las personas” del artículo 19 puede alcanzar a los extranjeros, mientras se encuentran sometidos a la soberanía chilena.

Considerando el principio del Estado de Derecho, los derechos constitucionales imponen deberes de abstención o protección al Estado (de Chile), derivados del ejercicio de derechos de chilenos o extranjeros, sometidos a su soberanía. Este es el sentido del artículo 5° inciso segundo, que la Corte cita: al consagrar que la soberanía reconoce como limitación los derechos garantizados por la Constitución y por tratados internacionales, la norma está configurando un límite al ejercicio de poder estatal. Esto ha dado origen a una discusión más intensa que la anterior, relativa a la vigencia e implementación institucional de tratados internacionales de derechos humanos en el derecho chileno doméstico.

La Corte, al tratar tanto la nacionalidad como la ubicación geográfica como factores irrelevantes, ha dejado de entender los derechos del artículo 19 como fuente de deberes dirigidos al Estado de Chile, y ha pasado a entenderlos como garantías sin localización, en una creativa reconstrucción del concepto “Corte de Apelaciones respectiva” del artículo 20 de la Constitución. De esta manera se podría afirmar que la Corte ha decidido disolver toda diferencia entre un derecho constitucional y un derecho humano, y con eso ha borrado la distinción entre el derecho constitucional y el derecho internacional.

Los derechos humanos consagrados en la Convención Americana pueden ser tratados como la amplificación de los derechos fundamentales circunscritos a la comunidad estatal, pero la diferencia estructural entre el derecho doméstico y el derecho internacional no puede ser desconocida, y eso es lo que hace la Corte, con más buenas intenciones que razonamiento jurídico.

Por esta razón la Corte tiene que optar entre la Convención Americana o el artículo 19 de nuestra Constitución, es decir, tiene que optar entre entender que los presos políticos en Venezuela son titulares de derechos humanos de la Convención que el Estado de Venezuela desconoce, o bien son titulares de derechos del artículo 19 de la Constitución chilena. No puede optar por lo primero, a menos que ejerza de modo explícito control de convencionalidad de actos del Estado, para efectos de verificar si el ejercicio de potestades se realiza conforme a la Convención Americana, control que la Corte nunca ha extendido a otros Estados por la razón obvia de que ello implicaría intromisión en su soberanía estatal (la Corte Interamericana ha aclarado reiteradamente que el control de convencionalidad debe ser realizado por los órganos estatales “evidentemente en el marco de sus respectivas competencias”, véase Gelman v. Uruguay, párr. 193; Atala v. Chile, 2012, párr. 282).

Si el Estado de Chile tiene interés en reforzar derechos humanos en Venezuela, debe presentar una petición a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, siguiendo el procedimiento que configuran los artículos 44 y siguientes de la Convención. No puede la Corte optar por lo segundo, pues de esa manera transforma la Constitución chilena en una norma de derecho internacional.

Ahora bien, la Corte extiende la vigencia del artículo 19 de la Constitución sobre la base de la llamada “jurisdicción universal”. Esta es una práctica reservada al ejercicio de jurisdicción punitiva (es decir, de aplicación de sanciones penales ante el quebrantamiento de normas penales) extraterritorial. La jurisdicción universal, históricamente ocupada por Estados para castigar actos de piratería en alta mar, ha sido invocada como fundamento para la punición de delitos contra los intereses de la humanidad, entendiendo que en estos casos hay intereses en juego comunes a la comunidad internacional.

Este es otro flanco de múltiples errores en el razonamiento de la Corte, desde una perspectiva de derecho internacional. En primer lugar, el considerando tercero del fallo señala tres fuentes normativas a partir de las cuales emanaría la facultad de dicha magistratura de ejercer la jurisdicción universal para proteger los derechos humanos de ciudadanos extranjeros: 1. Los tratados internacionales; 2. La costumbre internacional; y 3. Las normas de jus cogens.

[cita tipo=»destaque»]La Corte tiene que optar entre la Convención Americana o el artículo 19 de nuestra Constitución, es decir, tiene que optar entre entender que los presos políticos en Venezuela son titulares de derechos humanos de la Convención que el Estado de Venezuela desconoce, o bien son titulares de derechos del artículo 19 de la Constitución chilena.[/cita]

La Corte admite que los tratados invocados en su considerando tercero no contemplan “taxativamente” la jurisdicción universal, pero soslaya este hecho sobre la base del reconocimiento universal del que, tanto a nivel doctrinario como en la práctica de los Estados, gozan los derechos humanos. En realidad, tres de los tratados citados por la Corte no regulan en absoluto la jurisdicción universal, sino que establecen disposiciones referidas a jurisdicción territorial (Convención contra el Genocidio, art. 6) o internacional (Estatuto de Roma, art. 1, y Convención Americana de Derechos Humanos, art. 33).

De los demás tratados mencionados, uno regula la jurisdicción universal “condicionada”, es decir, solamente susceptible de ser ejercida en caso de que el demandado se encuentre en el territorio del Estado persecutor y con cláusula alternativa aut dedere aut judicare (Convención contra la Tortura, art. 6). Únicamente las Convenciones de Ginebra de 1949 y su Protocolo Adicional I de 1977, citados por la Corte, establecen la jurisdicción universal obligatoria y sin condiciones de territorialidad para los Estados partes (CGI, art. 49; CGII, art. 50; CGIII, art. 129; CGIV, art. 146; PAI, art. 85). Sin embargo, en el recurso a favor de los prisioneros políticos venezolanos no se denuncia ni la comisión de tortura ni de crímenes de guerra en su contra.

En cuanto a la costumbre internacional, la Corte no aporta antecedentes que permitan acreditar la existencia de una norma consuetudinaria que justifique el ejercicio de jurisdicción universal para dispensar protección constitucional, sino que se limita a señalar algunos de los criterios de razonabilidad fijados por los tratadistas para la procedencia de esta jurisdicción.

Además del criterio de precedencia de la jurisdicción doméstica por sobre la universal que indica la Corte, la opinión separada de los jueces de la Corte Internacional de Justicia Higgins, Kooijmans y Buergenthal en el caso Arrest Warrant de 2002, agrega como requisitos para ejercer dicha jurisdicción universal el respeto por las inmunidades personales, la imparcialidad del ente persecutor y la comisión de un delito considerado atroz por la comunidad internacional, como la piratería, crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad (párrs. 59-65).

Por lo que se refiere al jus cogens, definido en el considerando tercero del fallo en los términos de la Convención de Viena de 1969, cabe señalar que las normas de jus cogens operan en el derecho internacional a la manera de disposiciones de orden público indisponibles para los Estados en sus relaciones convencionales. La Corte Internacional de Justicia ha indicado, como ejemplo de tales normas indisponibles, la prohibición del uso de la fuerza (Nicaragua v. Estados Unidos, 1986, párr. 190) y del genocidio (RDC v. Ruanda, 2006, párr. 64). Sin embargo, de la existencia de tales normas no se sigue automáticamente la facultad de ejercer jurisdicción universal, como lo demuestra el caso de la prohibición del uso de la fuerza, cuyo correlato punitivo, el crimen de agresión, no da todavía lugar a la jurisdicción universal en la práctica internacional.

El segundo gran error del fallo en este ámbito consiste en haber extendido la jurisdicción universal más allá de materias criminales, incluso contraviniendo la doctrina citada por el mismo fallo en su considerando octavo. Los Principios de Princeton sobre Jurisdicción Universal, de 2001, afirman la naturaleza exclusivamente penal de la jurisdicción universal (Principio 1.1), tal como la opinión separada en Arrest Warrant ya citada (párr. 60). La Corte, por el contrario, asegura en su considerando sexto que la jurisdicción universal se ha expandido hacia el derecho privado –incluyendo el derecho de familia y comercial, pero omitiendo mencionar la norma comparada arquetípica para el ejercicio civil de la jurisdicción universal, la Alien Torts Claims Act de Estados Unidos– y, en el presente caso, hacia el derecho constitucional tutelar.

Por último, la Corte yerra al indicar en su considerando séptimo como ejemplo de ejercicio de jurisdicción universal el caso Pinochet ante los tribunales británicos, puesto que en realidad ese caso fue motivado por el ejercicio de jurisdicción penal extraterritorial por España sobre la base del criterio de la personalidad pasiva. Es verdad que el caso Pinochet confirió momentum a la doctrina de la jurisdicción universal a fines del siglo XX; no obstante, la Corte convenientemente omite mencionar el episodio más paradigmático del fracaso por exceso de celo político en ejercicio de la jurisdicción universal, esto es, el caso de Bélgica entre 1999 y 2003.

Lo más grave, desde una perspectiva dogmática, es que la Corte, al invocar el Estatuto de Roma junto a la Convención Americana para justificar externamente su decisión, ha borrado la distinción entre punición y protección de derechos. Se ha sumado a una tradición doctrinaria que presenta al Estatuto de la Corte Penal Internacional como un tratado de derechos humanos. Aunque a primera vista no lo parezca, con esto la Corte ha contribuido a borrar la distinción entre normas penales y derechos fundamentales. Si la Corte ha realizado esto en un encomiable empeño por proteger los intereses emanados de la dignidad humana universal, no es menos cierto que en tanto órgano jurisdiccional está obligada a ofrecer una justificación jurídica más satisfactoria que la entregada en dicho afán, tanto desde una perspectiva constitucional como de derecho internacional.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias