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El otro sueño americano

La ineficiencia, el anacronismo, la sujeción al poder político, y en varios países incluso la corrupción, debilitan el imperio de la ley. Aunque debiera existir una “muralla china” entre los gobiernos y el poder judicial, eso claramente no sucede. Hasta presidentes o ministros que son juristas han olvidado sus principios una vez en el poder y no resisten la tentación de influir indebidamente en los dictámenes judiciales, ya sea por conveniencias políticas o ambiciones personales (como las reelecciones). Basta comprobar, por ejemplo, que la madeja de corrupción de Odebrecht ha salido a la luz gracias a los tribunales de Nueva York que intervinieron debido a que se usaron bancos norteamericanos para pagar sobornos a presidentes, ministros y congresistas latinoamericanos.


Una extraordinaria oportunidad se levanta en el horizonte. Una América, del Norte y del Sur, unida por la libertad. Un continente americano de prosperidad y paz.

La anhelada aspiración de una integración latinoamericana, que nace con Bolívar, ha fracasado una y otra vez. En una región asfixiada por “el peso de la noche estatista” (ver Dossier América Latina), cualquier integración requiere de arduas y complejas negociaciones entre estados anclados en el centralismo.

Por primera vez en 500 años, y siguiendo la ruta abierta por Chile, la modernización liberal va camino a triunfar en toda América Latina. La libertad económica ha abierto horizontes extraordinarios de prosperidad para todos. Es verdad que Cuba y Venezuela todavía viven la tragedia socialista, pero es evidente la agonía de ese modelo que ha ahogado la libertad y bloqueado el progreso de esos pueblos.

El triunfo liberal sobre el dominio estatal en la región abre la posibilidad de un proyecto histórico: una Comunidad Americana de naciones de mil millones de personas.

La historia reconocerá en la Revolución Liberal chilena no sólo un punto de inflexión para un país, sino también, para todo un continente.

Contraste Norte-Sur

América Latina -conectada por su geografía con dos de las naciones más exitosas del mundo, bendecida con toda clase de recursos naturales, sin graves problemas de violencia originados en la raza, la religión o la lengua, sin mayores conflictos entre sus países, con una extraordinaria cultura caracterizada por su continuidad y su diversidad- pudo haber sido desde el inicio una región próspera y estable. Pero no lo fue.

La trayectoria política y económica de América Latina en los últimos dos siglos contrasta abiertamente con aquella de Estados Unidos. Las consecuencias son elocuentes, como lo destaca el historiador Claudio Véliz: “Nosotros estamos en un nuevo mundo que nació casi simultáneamente en el Norte y en el Sur, que fue habitado por dos grandes sociedades trasplantadas y ambas generadas a su vez por los imperios más grandes de la modernidad. Dos sociedades que comenzaron una muy pobre, la del Norte, y otra muy rica, la del Sur. Y en 500 años los papeles se han trastocado totalmente”.

Estados Unidos tenía en 1820, en dinero de hoy, un Producto Interno Bruto (PIB) de 12.000 millones de dólares. En 1900, había subido a 313.000 millones, y hoy alcanza a más de 17.000.000 millones (mil quinientas veces el inicial). ¿Cómo logró este crecimiento espectacular? En gran medida, gracias a la economía libre y a las instituciones que le legaron sus bien llamados “Padres Fundadores”: George Washington, John Adams, Thomas Jefferson, James Madison, Alexander Hamilton y Benjamín Franklin, entre otros. La Declaración de Independencia, la Constitución, el “Bill of Rights” y El Federalista son obras maestras, ancladas en la libertad, que le dieron el más sólido y estable sustento filosófico, político, económico y moral a la nueva nación.

América Latina, por el contrario es un “continente huérfano”. Los libertadores lucharon con gran heroísmo para independizar a nuestros países del control político español. Pero una cosa es saber luchar y otra muy distinta fundar repúblicas y gobernar bien. Los libertadores y sus sucesores no anclaron a las jóvenes repúblicas en los valores de la libertad individual, el Estado de Derecho y la democracia limitada, sino, por el contrario, mantuvieron la tradición centralista y estatista española.

El hecho de que América Latina tuviera “Generales Fundadores”, pero indudablemente no “Padres Fundadores”, significó que por 200 años América Latina careció de las instituciones y principios de una verdadera democracia al servicio de la libertad. Es sintomático que, mientras todos los Padres Fundadores mueren en sus hogares rodeados del apoyo ciudadano, Bolívar muera desesperanzado y camino al exilio, Sucre asesinado, San Martín olvidado en un pueblo francés, y O’Higgins en el destierro en Lima.

En su ensayo “Los hijos del limo”, Octavio Paz sostiene que “tras la Independencia, los nuevos países siguieron siendo las viejas colonias: no se cambiaron las condiciones sociales, sino que se recubrió la realidad con la retórica liberal y democrática. Hispanoamérica fue una España sin España. Un feudalismo disfrazado de liberalismo burgués, un absolutismo sin monarca, pero con reyezuelos: ‘los señores Presidentes’. Así se inició el reino de la máscara, el imperio de la mentira. Desde entonces, la corrupción del lenguaje se convirtió en nuestra enfermedad endémica”.

¿Cuándo se salvó América Latina?

Prácticamente todos los países latinoamericanos están hoy intentando realizar reformas económicas de libre mercado y logrando valiosos avances que han permitido elevar la calidad de vida de sus ciudadanos.

El punto de inflexión ocurrió en la década del setenta, cuando Chile transformó lo que fue su mayor crisis del siglo XX en una oportunidad para hacer una revolución de libre mercado, que se extendió después a campos sociales claves y que ha sentado los cimientos del Chile actual. Esa revolución no solamente fue la principal causa de un retorno pacífico y constitucional a un sistema democrático en 1990, sino que además permitió que Chile siga hoy día siendo el país más competitivo y más próspero de América Latina.

El nuevo modelo económico logró que el país creciera al 7% anual, redujo drásticamente los niveles de pobreza y creó una clase media que consolidó los pilares del sistema.

Pese a los naturales altibajos políticos, Chile logró preservar las bases del exitoso modelo económico-social y cruzó ese umbral crítico que permitirá alcanzar el desarrollo y la convivencia civilizada.

Tal como la modernización de Japón, tras la gran crisis que le significó la segunda guerra mundial, originó la dinámica que cambió Asia, la modernización de Chile, tras su crisis de 1973, está cambiando América Latina.

La revolución inconclusa

Dentro de las infinitas maneras en que pueden conjugarse los diversos elementos que constituyen la democracia, toda persona amante de la libertad adhiere a ese sistema para elegir gobernantes. Pero hay democracias y democracias, y claramente no da lo mismo cualquier forma de democracia.

Para que exista una democracia al servicio de la libertad es condición necesaria que el gobierno tenga sus poderes claramente limitados por la Constitución. La democracia es un sistema para decidir “cómo” debe ser conducido un gobierno, y no un método para decidir “qué” debe hacer un gobierno. Por supuesto, la mayoría decide, pero dentro de un marco constitucional que claramente limite y contrapese sus poderes, y sólo en aquellas materias que correspondan al rol del Estado en la sociedad.

Como lo sostuvo Alexis de Tocqueville en su lúcido libro “Democracia en América”, la democracia debe siempre protegerse contra el despotismo popular. En América Latina una suerte de “tiranía de la mayoría”, alimentada con demagogia y populismo, sigue presionando, una y otra vez, por un gobierno excesivo, arbitrario e ineficiente, que entrega al Estado roles que no corresponden en una sociedad libre, y que por tanto empobrece a la sociedad civil y obstaculiza el progreso económico.

Es muy distinta la situación en Estados Unidos. En esa gran nación hay una Constitución de más de doscientos años, aceptada con respeto y entusiasmo por todos, y con escasas enmiendas, todas aprobadas a través de mayorías calificadas con un doble sistema de aprobación parlamentaria y por los estados. La Constitución norteamericana comienza diciendo: “We The People”, pues es en efecto el pueblo quien le entrega al gobierno ciertos poderes claramente enumerados, para que le proteja los derechos inalienables que la Declaración de Independencia especificó como aquellos a la Vida, la Libertad y la Búsqueda de la Felicidad. Los tres autores del Federalista -Madison, Hamilton y Jay- explican, en esa magnífica defensa del texto constitucional, por qué y cómo se creó un mecanismo de relojería para compensar los poderes entre las tres ramas del ejecutivo, entre el gobierno y la sociedad civil, y entre el gobierno y los individuos.

Desgraciadamente, estamos muy lejos de una filosofía y práctica constitucional como ésta. Las constituciones se cambian en América Latina con gran frecuencia, a través de negociaciones opacas, y en el proceso participa con poder decisorio sólo una cúpula de dirigentes políticos, aunque se revista de supuestos apoyos populares. En América Latina, la norma es que los que gobiernan rechazan limitar sus poderes, cualquiera sea su corriente política.

Una cultura de alternancia en el poder permitiría a los gobernantes “internalizar” que otros gobiernos podrían usar y abusar de determinados poderes excesivos. En todas partes duele dejar el poder político, pero en nuestro continente parece que fuera equivalente a la muerte civil.

Las consecuencias de esta verdadera adicción al poder han sido dramáticas. El presidente Menem, que hace un buen primer gobierno en Argentina, en su segundo período aplica medidas populistas porque tiene la pretensión de un tercer gobierno. El presidente Fujimori, en su primer gobierno en Perú derrota la hiperinflación y a Sendero Luminoso, e inicia el cambio de estrategia de desarrollo, pero cuando trata de ser gobernante por tercera vez produce una grave crisis institucional. El presidente Cardoso en Brasil usa el último año de su primer gobierno para cambiar la Constitución, y conseguir un segundo gobierno, en vez de utilizar su capital político para hacer la indispensable reforma de las pensiones. Y así tantos otros.

Si no hay una verdadera cultura democrática de alternancia en el poder, los años de elecciones presidenciales serán siempre altamente peligrosos para el futuro de cada país. La adicción al poder conduce a gobernar no para dejar legados permanentes, sino que para perpetuarse en los cargos públicos.

¿Cómo puede prosperar una economía y sostenerse una sociedad libre sin un Estado de Derecho en forma? Este es otro gran desafío pendiente en América Latina. La ineficiencia, el anacronismo, la sujeción al poder político, y en varios países incluso la corrupción, debilitan el imperio de la ley. Aunque debiera existir una “muralla china” entre los gobiernos y el poder judicial, eso claramente no sucede. Hasta presidentes o ministros que son juristas han olvidado sus principios una vez en el poder y no resisten la tentación de influir indebidamente en los dictámenes judiciales, ya sea por conveniencias políticas o ambiciones personales (como las reelecciones). Basta comprobar, por ejemplo, que la madeja de corrupción de Odebrecht ha salido a la luz gracias a los tribunales de Nueva York que intervinieron debido a que se usaron bancos norteamericanos para pagar sobornos a presidentes, ministros y congresistas latinoamericanos (ver en Tribuna el artículo de Mary O´Grady).

Más sociedad civil

Otro desafío al cual ayudaría aprender de Estados Unidos es la necesidad de que surja y se consolide en América Latina una sociedad civil inmensamente más fuerte, diversa e independiente. Entre sus deberes, los gobiernos tienen que crear un marco de libertad y equidad en las reglas, dentro de las cuales los individuos puedan aspirar, con sus propios esfuerzos, a la felicidad. Los ciudadanos deben tener plena libertad para crear asociaciones voluntarias que les ayuden en esa tarea.

Un indicador clave de una activa sociedad civil es una prensa libre e independiente. En nuestra región, aunque con excepciones notables, la prensa ha estado históricamente demasiado cercana al poder; de mil maneras – sutiles algunas, abiertas otras- , pero la prensa no ha sido un contrapeso efectivo al poder político.

También es necesario que surja en América Latina una vigorosa filantropía privada, como existe en EE.UU, que haga un aporte decisivo para eliminar problemas sociales demasiado complejos como para ser resueltos por el Estado. Y que también haga una contribución sustancial al avance de las ciencias, la innovación y la cultura.

Dentro del desafío fundamental de elevar radicalmente la calidad de la educación para todos, es prioritario luchar contra la extendida ignorancia económica de la ciudadanía, que la hace especialmente vulnerable a la demagogia y el populismo. Por ejemplo, ¿qué explica que los políticos, aún sabiendo que distorsionar el mercado del trabajo va a producir desempleo y reducir, a la larga, los salarios de los mismos trabajadores, propongan y aprueben leyes en esa dirección? Porque las encuestas les dicen que la gente no comprende la relación entre mayor rigidez del mercado laboral y desempleo. Por cierto, también existe este problema en EE.UU, pero en un grado mucho menor debido a instituciones de la sociedad civil dedicadas a racionalizar e iluminar los debates (revistas, think tanks, fundaciones, universidades, etc). Las leyes van a continuar fabricando pobreza mientras los ciudadanos no comprendan las causas de la riqueza de las naciones.

Mil millones de americanos, unidos por la libertad

Para enfrentar todos estos grandes desafíos pendientes haría una inmensa contribución la integración económica y social de América Latina con Estados Unidos.

Los tratados de libre comercio ya vigentes constituyen el puntapié inicial de este proyecto de futuro. Innumerables iniciativas pueden surgir a partir de una mayor integración económica. Incluso el debate sobre el NAFTA abierto por el gobierno Trump, puede paradojalmente resultar beneficioso si se introducen cláusulas que ayuden a México a avanzar hacia instituciones más consistentes con una economía y sociedad libre. Como afirma Guillermo Ortiz, ex presidente del Banco Central de México, “al final del día puede salir un acuerdo que paradójicamente beneficie más a México que el actual, porque se están reforzando una serie de mecanismos institucionales que pueden favorecer nuestro marco institucional, por ejemplo, prácticas de corrupción. Creo que hay una probabilidad no despreciable de que acabemos con un tratado mejor del que teníamos”.

Estados Unidos haría una gran contribución a la modernización capitalista de la región si ofreciera a la brevedad negociar un TLC con Argentina y con Brasil, incorporando no sólo apertura comercial sino las instituciones que son coherentes con la libertad económica. Después de tal evento, la ruta estaría plenamente abierta para un área comercial libre de toda América.

Una mayor prosperidad de América Latina también evitará que tantos millones de nuestros ciudadanos, y quizás los más emprendedores, emigren, no sin dolor, a la gran economía de oportunidades del Norte.

Una América Latina inestable y empobrecida no sólo es un vecino inconveniente para Estados Unidos, sino una fuente inevitable de inmigrantes ilegales y de narcotráfico, fenómenos imposibles de eliminar con muros y “guerras a las drogas”. La mejor manera de enfrentar esos poblemas es a través de una integración económica que sea un fuerte estímulo al desarrollo y la institucionalización política del Sur.

Las empresas norteamericanas conocen el potencial enorme de la región, como fuente de materias primas (Chile incluso comenzará a exportar “tierras raras” a EE.UU., hasta ahora dependiente casi totalmente de la producción de China) y de mercados crecientes alimentados por las emergentes clases medias, y los norteamericanos aprecian la diversidad cultural y ecológica de la región. Hasta podría llegar el día en que el flujo de emigración neta sea de Norte a Sur.

Desde ya, la globalización y la revolución tecnológica están ayudando a este proceso. A través de Internet, Google, Netflix, etc., la juventud esta absorbiendo, por una suerte de osmosis, conceptos económicos y políticos fundamentales detrás de la exitosa experiencia de EE.UU.

El proyecto de una “Comunidad Americana” debería integrar América manteniendo naciones políticamente independientes y todas cultivando con fuerza sus identidades culturales, pero unidas en un mercado único de comercio, de inversiones, de movimientos de personas, de ideas y de grandes parámetros institucionales. Y desde ya, con mucho menor gasto en armamentos y una paz asegurada por tratados invulnerables.

Es necesario atreverse a soñar y actuar en consecuencia, como lo hicieron, en momentos dramáticos de sus paises, Martin Luther King en Estados Unidos y los economistas liberales en Chile.

Como escribió Carl Sandburg, el poeta norteamericano nacido en Chicago, “nada sucede si no es primero un sueño”

José Piñera
Columna publicada en Economía y Sociedad

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