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«Noche Mapuche» en la noche chilena Opinión

«Noche Mapuche» en la noche chilena

Un pueblo como el chileno, atrofiado de tal manera desde su élite, está condenado a no poder apreciar las cualidades de otro grupo cultural ajeno o colindante.


Un matrimonio acomodado tiene visitas un sábado a la noche, para tomar unos tragos e intercambiar bailoteos y anécdotas. Todo va bien hasta que a la anfitriona, propietaria de tierras en la Araucanía, se le ocurre contar una historia en la cual tuvo un revolcón sexual juvenil con un mapuche, empleado del predio.

El dramaturgo Marcelo Leonart toma esta anécdota ficticia y con ella expone, vía comedia negra, cómo ese “chascarro” llevará al conflicto mapuche a tomarse la noche de juerga hasta hacerla fracasar.

Pronto los actores Daniel Alcaíno, Nona Fernández, Roxana Naranjo, Pablo Schwarz, Caro Quito y Felipe Zepeda acuden al llamado de esta Noche Mapuche en el Centro GAM, para sacar al baile durante la velada de desmadre, a la ignorancia, el racismo, el prejuicio, la violencia y el trato peyorativo con que los grupos acomodados respiran este conflicto.

La fábula buscaba entretener con un relato erótico a los invitados alcoholizados, pero pronto fracasa cuando se desnuda como una crónica cruel. La broma de mal gusto contra ese joven mapuche, lanzado sin ropa a la pieza de la hija de los dueños del fundo, termina con éste perseguido por jeeps teutones y baleado.

Hay noches y noches. Toda invasión y posterior colonización implican el argumento de la superioridad racial. Los romanos ofrecían la Pax Augusta y al conquistado se le ofrecía la imposición de una cultura superior, más la condición de ciudadano. No había mejor cosmovisión y estética que la romana, decían éstos mientras instalaban un acueducto.

La independencia chilena forjada en la ilustración, fraternidad, Igualdad y la libertad, a la hora de reclamar los territorios del sur del Bío Bío, no dudó en imponer  términos de conquista sustentados en el racismo.

Tras el trabajo sucio hecho por el ejército en la Araucanía,  se optó por colonos germanos. Sustentados en premisas raciales sobre este grupo, de capacidades y cualidades superiores, así se obvió a las decadentes latinas, proclives, supuestamente, siempre a la corruptela y la holgazanería.

El racismo de los grupos privilegiados es replicado por los grupos medios y populares. En nuestro país, desde la cota mil, incestuosa,  pasando por la casa abastecida gracias al Líder, hasta el  barrio de La Pintana, se podrá escuchar el mediocre lamento: “¡Ojalá nos hubieran conquistado los ingleses o los vikingos o los alemanes y no los españoles!” Y claro, los hispanos son morenos.

A su vez, los chilenos aún calibran a los grupos originarios como personas carentes y se les describe desde una precariedad para definirlos. Deben ser civilizados por el Estado o la iglesia, pues incluso poseen una lengua pobre,  ya que el  Mapudungún  por tener 4 mil  palabras, sería inferior  al español con más de 30 mil.

Según Gastón Soublette las investigaciones de  la lengua mapuche hechas por Félix de Augusta o el padre Havestaat las situaron como una de una riquísima conceptualización. Cuando un mapuche dice  Wen Tru, que quiere decir «hombre» se refiere al «que fue lanzado desde el cielo»,  un hijo de la materia con una misión espiritual. El mapudungun es una lengua repleta de significados ocultos y de notable altura filosófica, según el investigador.

De nuevo, pero si esta observación la hace un profesor mapuche, o chileno de medio pelo,  no tendrá el prestigio social de un Havestaat o un Soublette.  Mientras no dejemos de ver el conflicto mapuche desde la perspectiva de un pueblo huérfano, no lograremos salir de esta oscuridad.

Para esa cultura la noche posee diversas fases: Xafia, Pun, Ragi pun, Alv pun, Kurvwuntu y el Epe wvn. Para nosotros, de identidad cultural débil,  la noche es ya una vorágine freudiana y jungiana, plena de laberintos pre socráticos reelaborados por Hollywood, las teleseries y el ravotril.

Nuestra noche chilena, con su clasismo inherente a todas sus capas sociales, nos tiene aun viviendo en el racismo del Barroco. El país padece desde sus inicios este mal y ambos yacen en la base de nuestras miserias, no es algo a resolver con un mayor PIB.

No hay convivencia espacial entre grupos sociales, el amor es imposible entre privilegiados y no privilegiados, los grupos sociales forman familias con miembros de su sector, no hay confianzas en el intercambio cultural entre el mundo popular y el medio, rencores y distancias, colegios para pobres, colegios para ricos.

Un pueblo como el chileno, atrofiado de tal manera desde su élite, está condenado a no poder apreciar las cualidades de otro grupo cultural ajeno o colindante.

Esta condición colonial, vigente en pleno siglo XXI, impedirá a los grupos menos afortunados ser valorados con sus productos culturales. Nadie en el extranjero reconoce a un chileno, siempre se le confunde con otra nacionalidad, en la calle europea sienten que Concha y Toro es un vino español.

Argentina y Uruguay tienen su lugar en el orbe gracias al tango y la milonga, artes nacidas en barrios obreros migrantes, pero valorados e integrados por grupos medios, altos y el Estado, a inicios de su desarrollo del siglo pasado.

Cada pueblo tiene su noche, todas las personas exhiben vicios y virtudes, independientes de su condición cultural. Sin embargo, sí encontraremos sociedades más  mediocres que otras.

Se dice que sobre gustos no hay nada escrito, pero sobre el mal gusto sí que hay libros y libros por leer.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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