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«Lo demás es música» o cómo subestimar la importancia del arte Opinión

«Lo demás es música» o cómo subestimar la importancia del arte

Si esta frase resultona ganó la ovación del respetable target al que iba dirigida, provocó en otros, ganas de levantarle un dedo admonitorio al señor ex presidente para recordarle que muy larga es la lista de aquellos para los cuales la música no ha sido el colgajo menor de algo, sino el comienzo sustantivo de otra forma de crecimiento.


Fue el epifonema con que, no hace mucho, un afamado ex presidente y frustrado ex precandidato a volver a serlo enfatizó la necesidad de otorgar rango primo al crecimiento económico de la nación. El aserto fue pronunciado en un encuentro público convocado por una exclusiva boutique del mercado financiero, y honrado con un caluroso aplauso por los presentes que colmaban el great room cinco estrellas de algún hotel en el sector siempre radiante de la ciudad.

Como previsible, en otros sectores de lumen menor y en espacios menos estelares, esta abogacía por privilegiar ‒entre los muchos afanes nuestros de cada día‒ de modo tan rudo, una crecencia contante y sonante como único camino viable de cualquier desarrollo futuro, despertó también muchas réplicas enconadas y discordias diversas. Sin embargo, el ilustre expositor reveló con esto nada inesperado, nada que no hubiera enunciado en variadas ocasiones anteriores.

No era la primera y con certeza no ha de ser la última vez que rompía lanzas en defensa del crecimiento a ultranza de los índices numéricos con que deberíamos ponderar nuestra realidad y que, según él – junto con su idea de la concesión total– determinan ad ultimum la factibilidad de lo que nos gustaría ser y, sobre todo, tener. Sabido es también que en la prédica deste credo no está solo ni en el desierto. Con pífanos, tambores y aleluyas lo acompañan congregaciones de banderías multicolores.

Pero esta vez la reacción de los discrepantes de esta reiterada catequesis suya llegó pronta y fue de virulencia mayor a la usual. No es impensable que fuera la subfrase accesoria con la que el ex presidente apostilló su axioma del progreso tangible la que ocasionó esta veloz iracundia.

“Lo demás es música”, dijo. Sin duda con eso quiso significar que todo lo que no fuera crecer y crecer, valía poca o ninguna pena. Claro, podía haber usado un otro giro. Pero acaso fue esta opción lingüística la que potencializó efecto y alcance de la sentencia principal. Si feliz o no, si casual o premeditado, eso es harina de otro costal, pero, nolens volens, era inevitable dejar de oír en ese retoricismo un retintín peyorativo referido a las artes musicales que a los melómanos fijones –para no hablar de los músicos mismos– seguramente los sacudió del hígado.

Lo demás es música…

Si esta frase resultona ganó la ovación del respetable target al que iba dirigida, provocó en otros, ganas de levantarle un dedo admonitorio al señor ex presidente para recordarle que muy larga es la lista de aquellos para los cuales la música no ha sido el colgajo menor de algo, sino el comienzo sustantivo de otra forma de crecimiento.

Recordar, verbi gratia, al niño Friedrich Wilhelm Nietzsche, que a los catorce años, afirmaba que “la música puede extasiar, puede bromear, puede alegrar; la ternura y nostalgia de sus sonidos pueden romper hasta el corazón más duro”; el mismo Nietzsche que, treinta años después, en vísperas de su propio crepúsculo, estimaba que “una vida sin música sería simplemente un error, un fraude, un exilio”.

O recordar que, de acuerdo a un deseo expreso de Dmitri Shostakowitsch, el general Leonid A. Goworov, comandante de la defensa de Leningrado, en medio del acoso del ejército alemán que habría de prolongarse por mil días al costo de más de un millón de muertos, ordenó sacar del frente a todos los músicos aún vivos y al director Karl Eliasberg de la orquesta sinfónica de la radio de Leningrado, para estrenar en la ciudad agonizante, el 9 de agosto de 1942, la Séptima Sinfonía en do mayor del compositor, con seguridad una de las más bellas del siglo XX.

O recordar lo que decía Adam Kopycinski, músico sobreviviente de la orquesta de Auschwitz y posterior director de la Filarmónica de Varsovia, cuando memoraba que aun en el campo de exterminio “la música nos transmitía la simple sabiduría de la verdad de la vida. Las nostalgias del corazón humano siempre buscan un apoyo en la esfera de los sonidos. Gracias a su poder y fuerza sugestiva, la música alentaba en los que la escuchaban la dignidad del hombre, que en el campo de concentración era pisoteada de la manera más cruel”.

O recordar el eufónico esfuerzo de Daniel Barenboim y su West Eastern Divan Orchestra en favor de un entendimiento entre pueblos desangrados y divididos por desconfianzas ancestrales y fratricidios infinitos.

Seguirían otros diez mil ejemplos.

Todo esto podrá parecer una digresión sobre pamplinas, una tormenta en un vaso de agua. O, como se dice en lengua vernácula, es sacarla watona a propósito de nada. Pero ocurre que –aunque no siempre– el lenguaje, su uso y abuso, suele ser un reflejo de lo que se piensa. Amplia y frondosa es la literatura sobre la psicología del lenguaje o como se llame ese quehacer que indaga las incestuosas relaciones que unen el lado oculto de la luna con nuestra cara en el espejo.

En lugar de “música” el ex presidente bien pudo haber dicho “paja molida” o “bla-blá” o algún otro vulgarismo parecido. Pero el consueta alojado en su subconsciente le sopló el despectivo modismo antañón “lo demás es música”. Desoirlo habría sido un gesto de buen gusto.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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