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Obra Dioses Suicidas: En los límites del orden y de la vida Crítica teatral

Obra Dioses Suicidas: En los límites del orden y de la vida

César Farah
Por : César Farah Dramaturgo, novelista y académico, es docente en la Universidad de Chile, Universidad Adolfo Ibáñez y Uniacc. Ha escrito las novelas La Ciudad Eterna (Planeta, 2020) El Gran Dios Salvaje (Planeta, 2009) y Trilogía Karaoke (Cuarto Propio, 2007), así como la trilogía dramatúrgica Piezas para ciudadanxs con vocación de huérfanxs (Voz Ajena, 2019), además, es autor de la obra El monstruo de la fortuna, estrenada en Madrid el año 2021, también ha escrito y dirigido las piezas dramáticas Alameda (2017, Teatro Mori), Medea (Sidarte 2015-2016, México 2016, Neuquén 2017), Vaca sagrada (2015, Teatro Diana), Tender (2014-2015, Ladrón de Bicicletas) y Cobras o pagas (2013-2014, Ladrón de Bicicletas).
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En esta obra observamos una dirección que se constituye en la organización de la fábula a partir del texto, modulando el conflicto y distendiendo la acción dramática. Plana es un director sólido, por ello, la factura en la mímesis de las acciones funciona con pulcritud, la historia se cuenta y se genera una ambientación que permite, como público, ingresar en la propuesta.


La cultura occidental como territorio donde se disputan los posibles sentidos de la identidad y la existencia, parecen un fructífero ámbito escénico y dramatúrgico, toda vez que el concepto mismo de identidad se articula a partir de la comunidad, estatuida dentro de los márgenes de la cultura.

Dioses Suicidas es un montaje que dialoga con esta reflexión y se estructura a partir de ella. El conflicto es interesante como base de desarrollo para toda la puesta en escena: dos parejas, después de una fiesta de disfraces, ebrios, comienzan a discutir, someramente primero y desmadradamente después, sobre la vida, la muerte, el suicidio. La discusión se intensifica particularmente cuando una pistola emerge y hace que el juego discursivo se sostenga –precariamente- en los límites del orden y de la vida.

La dirección de Cristián Plana es un tanto extraña a él mismo. En términos generales, no vemos aquí los recursos estéticos que lo caracterizan y que le han dado algo así como una voz propia, por cierto, tan difícil de lograr para cualquier creador. En Dioses Suicidas observamos una dirección que se constituye en la organización de la fábula a partir del texto, modulando el conflicto y distendiendo la acción dramática. Plana es un director sólido, por ello, la factura en la mímesis de las acciones funciona con pulcritud, la historia se cuenta y se genera una ambientación que permite, como público, ingresar en la propuesta. Personalmente, eché en falta más quiebres sobre la imitación relativamente realista (cosa que él suele hacer) en este trabajo, ciertamente los hay, al menos emergen dos recursos de este tipo en la obra, pero no logran integrarse al todo, sin embargo, esto es un opinión que no necesariamente da cuenta de la propuesta directorial.

Las actuaciones están muy bien trabajadas, cada una de las actrices y los actores construyen sus caracteres con competencia y creatividad.

Álvaro Espinoza, sabe dar el tono conservador que requiere su personaje, una corporalidad cerrada y al mismo tiempo enérgica, permitiendo al público, justamente, interactuar interpretativamente con él, construyendo en conjunto con la audiencia la verdad del carácter, dialogando teatralmente con el acontecimiento escénico completo, su interpretación se va asentando a lo largo del montaje y él se toma el tiempo de hilar finamente la personificación de su rol.

Victor Montero, como acostumbra a hacer, desata a su personaje en escena. Me permito la metáfora, en la medida que pareciera que, literalmente, sus movimientos, su voz, sus emociones, han sido articulados sintagmáticamente por una persona real, completa en sí misma a la par que compleja, distinta del actor totalmente. Montero es un actor en constante expansión técnico emotivo y esto puede palparse en su trabajo que suele ostentar pulcritud y verdad.

A su vez, Paloma Moreno asume su personaje con arrojo y entrega, proporciona la nota justa para dejarnos ver a una mujer tradicional situada en la inestable frontera en que puede salirse del orden, para ello no cae en lugares comunes ni en la sobreactuación, por el contrario, penetra en su rol con inteligencia y sensibilidad, activando un mundo amplio de emociones.

Celine Reymond manifiesta su personaje lleno de grises, con múltiples ámbitos de existencia, nunca inscritos del todo en forma evidente, dota de una identidad acabada a su rol, a partir de las relaciones que emplaza con sus compañeros de escena, con el público y con ella misma. Reymond es una actriz que se sacude los parámetros tradicionales en el modo de accionar o ejercer su personaje (me parece que eso es lo que se hace al actuar) transformando la idea de “hacer” un personaje, por la de serlo.

La música, a cargo de Diego Noguera, acompaña con inteligencia, sensibilidad y absoluta pertinencia al montaje. Noguera es un músico sensible y sofisticado, no cabe duda que aquí, con un simple playlist, lo demuestra una vez más.

El diseño, a cargo de Francisca Lazo, es particularmente interesante. Tiene un carácter preciso y despojado de grandes alardes, sobrio y espacialmente bien dispuesto, pone objetos, espacio y luz en función de los acontecimientos escénicos.

La dramaturgia de Antonio Zisis es un trabajo interesante. La situación que propone –las parejas, la ebriedad, el suicidio tematizado y la pistola- es notable. A partir de ello, logra tensionar, al menos, dos ámbitos de la sociedad moderna occidental: el orden moral burgués y la cultura donde esos designios morales se integran (o emergen, la discusión no está del todo cerrada).

Tal vez, a momentos, los diálogos se hacen ampulosos y con un dejo de impostura en tanto el exceso de referencias no permite que estos sucedan con naturalidad. También es cierto que Zisis es un dramaturgo joven y en proceso de desarrollo, su trabajo está creciendo y cuando se despoja de esas intenciones enciclopédicas, produce diálogos inteligentes, acciones tensionantes, provoca diversión y sostiene una mirada reflexiva sobre el mundo, en esos momentos, su dramaturgia crece ostensiblemente. Del mismo modo, el texto tiene, por momentos, la capacidad de parecer un tanto fuera de época, con filiaciones que –se me ocurren- están en autores diversos: Egon Wolff, Woody Allen, Eugene O´Neill; por supuesto, este anacronismo no es negativo en absoluto, más bien, da cuenta de cierto tipo de obsesiones del autor que manifiestan su constante “sospecha” en torno a la sociedad contemporánea.

Dioses Suicidas es un montaje que desliza preguntas de interés y con una puesta en escena sólida, un montaje que visualiza las relaciones humanas en tanto articuladas al interior de la cultura y esta última es expuesta en toda su ambigüedad.

Dioses Suicidas

Teatro de la Universidad Finis Terrae (Av. Pocuro 1935, Providencia).

Hasta el 9 de septiembre

Funciones: jueves, viernes y sábado a las 21.00 horas

Entradas: $6.000 general y $3.500 estudiantes y tercera edad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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