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Sentido y belleza de una comunidad histórica: ¿cómo celebramos el día del Patrimonio? Opinión

Sentido y belleza de una comunidad histórica: ¿cómo celebramos el día del Patrimonio?

Maximiliano Salinas
Por : Maximiliano Salinas Departamento de Historia, Facultad de Humanidades, USACH. Autor de El que ríe último. Caricaturas y poesías en la prensa humorística chilena del siglo XIX (Santiago 2001), La risa de Gabriela Mistral. Una historia cultural del humor en Chile e Iberoamérica (Santiago 2010), El Chile de Juan Verdejo. El humor político de Topaze 1931-1970 (Santiago 2011), ¡El que se ríe se va al cuartel! Risa y resistencia en las poblaciones de Santiago de Chile 1973-1990 (Santiago 2015).
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Propongo que en el día del Patrimonio celebremos nuestro más profundo e imperecedero espíritu de convivencia. Nuestro patrimonio espiritual no atado a bienes materiales exclusivos, expuestos en edificios más o menos imponentes, que miran de arriba hacia abajo. Imagino una ruta que dé cuenta de los sentimientos más nobles y afectuosos de nuestra morada vital.


La creadora de la fiesta del día del Patrimonio ha recordado el espíritu de la celebración anual. Dice Marta Cruz-Coke: “Conocer un patrimonio es reconocer la raíz, es sentirse parte de una comunidad, es poder tener una sensación de fraternidad […]. El patrimonio nos da seguridad, identidad, lo esencial del patrimonio es que es permanencia” (Artes y Letras, El Mercurio, Santiago, 28 de mayo de 2017).

El día del Patrimonio ha tendido a adquirir entre nosotros un carácter elitista, oligárquico, incluso ‘momio’, para decirlo con una palabra patrimonial de nuestro siglo pasado. Como que nuestra identidad se convirtiera en un reconocimiento de palacios de nuestra despilfarrada burguesía. Un visiteo por los interiores de las habitaciones de la elite chilena. Una elite aseñorada y distinguida por su ninguneo del pueblo común. Si el patrimonio, claramente cultural, sigue diciendo Marta Cruz-Coke, es “el cordón umbilical por el que construimos la historia”, nuestro interés debe ir hacia los valores permanentes de nuestra convivencia más querida.

Propongo que en el día del Patrimonio celebremos nuestro más profundo e imperecedero espíritu de convivencia. Nuestro patrimonio espiritual no atado a bienes materiales exclusivos, expuestos en edificios más o menos imponentes, que miran de arriba hacia abajo. Imagino una ruta que dé cuenta de los sentimientos más nobles y afectuosos de nuestra morada vital.

En Santiago podrían ser los lugares todavía no identificados donde el joven provinciano Pablo Neruda compuso sus hermosos poemas de amor en la década de 1920. “Los trozos de Santiago fueron escritos entre la calle Echaurren y la avenida España y en el interior del antiguo edificio del Instituto Pedagógico, pero el panorama son siempre las aguas y los árboles del sur.” (Pablo Neruda, Mis primeros libros: Confieso que he vivido, Barcelona: Seix Barral, 1984, 65).

Me imagino un recorrido por la sede del Comité para la Paz en Chile en los años tan necesitados de cariño después de 1973. La casa del Movimiento Familiar Cristiano de la calle Santa Mónica 2338, en el barrio Brasil, se transformó en la sede inquebrantable de un amor sin medida para las víctimas de la persecución política. Compartir ese espacio de acogida sería revivir el espíritu de la convivencia querida y requerida por los necesitados de la vida. Santa Mónica 2338 pasó a ser un lugar mucho más familiar y cristiano que el movimiento albergado en esa dirección antes de 1973 (Comité de cooperación para la paz en Chile: crónica de sus dos años de labor solidaria, Santiago de Chile, 1975).

Recordando esos días también imagino un recorrido al lugar de ejecución del cura obrero catalán Joan Alsina en el puente Bulnes junto al río Mapocho. El sentido no sería revolver las tinieblas de aquella época sino conmemorar la dignidad de un hombre sencillo venido de lejos y que supo amar a los chilenos incluyendo a su propio homicida. Su ejemplo siembra una actitud generosa y de perdón que nos hace revivir (Claudio Rolle, Joan Alsina: dar la vida como testimonio de caridad, Mensaje, 2013, 30-33).

También sería muy hermoso que los santiaguinos hiciéramos en el día del Patrimonio una visita a la presencia histórica casi inasible de Gabriela Mistral por la ciudad que no amó. No se trataría de una excursión al desmesurado GAM, sino a su casita en el barrio Huemul, ese animal tierno querido por ella. En ese lugar tomaríamos nota de sus impresiones sobre el vivir y malvivir en Santiago: “Todos están un poco ahogados por el vaho calenturiento de esa ciudad dividida y politiquera.” (Carta de Gabriela Mistral a Eulalia Puga, 1947, en Gabriela Mistral, Antología Mayor. Cartas, 1992, 428). Así aprenderíamos a reconocer nuestra identidad más sencilla que ostentosa, más humilde que arrogante.

Al fin del día nos quedará una sensación reconfortante de afectividad compartida, de amor luminoso. Descubriríamos que el Santiago del siglo XX nos dejó una herencia de poesía, de generosidad, de entrega, que no tuvo que ver con mansiones supuestamente desafiantes del tiempo, o con instituciones y destinos impersonales. Ojalá entendiéramos entonces que la ciudad que no se abre más allá de sí misma, al campo, a los humildes, a los inmigrantes, a la humanidad entera, es sólo un refugio frágil de ocasionales privilegiados. Nuestro patrimonio, cordón umbilical por el que construimos la historia, tiene que ver con algo que dice el Evangelio. Y que cambia las nociones fugaces, prepotentes y abusivas de patrimonio. “Bienaventurados los mansos porque ellos heredarán la tierra” (Mateo 5,5).

Maximiliano Salinas. Académico Departamento de Historia, Facultad de Humanidades, Universidad de Santiago de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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