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Alfredo Castro: «Este país tiene un sino casi psicoanalítico. Hay un afán en matar aquello que nos hace bien» Este miércoles da inicio a la obra «Conejo blanco, conejo rojo»

Alfredo Castro: «Este país tiene un sino casi psicoanalítico. Hay un afán en matar aquello que nos hace bien»

Explica que su salida de la televisión se debió a la insatisfacción con los contenidos. «Se acabó un momento en cuanto a la temática que se trataba, la forma en que se trataba, el respeto que tenían los personajes. De pronto los elencos empezaron a terminarse, los proyectos eran otros, eran adaptaciones, productos que no me satisfacían mucho». Cree que se perdió verosimilitud, y los canales, el rumbo.


La función de Alfredo Castro (Santiago, 1955) está agotada. El actor de teatro, televisión y cine, el que de adolescente disfrutó la explosión cultural de la Unidad Popular, el que estudió e hizo teatro en la Universidad de Chile en plena dictadura de los 70, el que se pavimentó un camino como ícono de teleseries desde los 80 hacia adelante, el académico que luego ha brillado entre otros como fetiche del director Pablo Larraín, estrena este miércoles la obra «Conejo blanco, conejo rojo», del iraní Nassim Soleimanpour, en una única función personal.

Será el primero de una serie de actores que interpretarán en el Centro Cultural Corpartes (Rosario Norte 660, Las Condes) una obra excepcional estrenada en Edinburgo en 2011 que ya ha sido montada en 20 idiomas.

Sin ensayos ni director, con un actor diferente en cada función -que interpreta por primera y única vez- y un guión sellado sobre el escenario, el montaje cuenta una historia alegórica sobre el condicionamiento social.

«Isidora Cabezón, productora de Corpartes, me invitó a hacer la obra. Me parece un ejercicio notable someter a un actor a lo desconocido. Acepté porque me parecía un desafío interesante», señala en la Pastelería Francesa de Providencia, mientras bebe un café, a pocos días de volver en México, donde está filmando una película con Gael García Bernal.

Antes hizo algo parecido en 2008 en la obra «El roble» de Tim Crouch, escrita en 1955. «Todos los actores hacemos improvisaciones, es uno de los cursos más importantes… Uno apela a la propia vida, la propia biografía, a lo que ha visto, lo que ha escuchado», señala al ser consultado sobre los recursos que usará para enfrentar el texto.

Además de Castro estarán sobre el escenarios los intérpretes Paz Bascuñán, Néstor Cantillana, Ignacia Allamand, Héctor Noguera, Tamara Acosta, Héctor Morales, Daniel Alcaíno, Antonia Zegers, Ariel Levy, Gabriel Cañas, Francisco Melo y Claudia Di Girólamo. Las funciones se extenderán hasta el 21 de junio.

Función agotada

Castro cree que el teatro chileno actual vive un momento muy bueno, con excelentes intérpretes y gran cantidad de compañías. Sin embargo, no quiere destacar a nadie en particular: estima que podría ser injusto dejando a alguien afuera, y prefiere guardarse para sí su opinión, que sólo da en privado, siempre y cuando se la piden.

«No me parece ético hablar públicamente del trabajo de los colegas porque hacer teatro es muy, muy difícil en Chile. Es difícil con los medios, con el público, con los teatros, la gestión. Siento un profundo respeto por todos los formatos si están bien hechos».

Eso sí, echa de menos una «subvención permanente para los teatros y las compañías. Ninguna compañía puede subsistir ahora apelando a que un actor viva de su profesión si no tiene un sustento para mantenerse».

Cree que el Fondart ya no alcanza, ni como modelo, «tienen que ponerse al día», ni por sus fondos insuficientes «considerando el universo de creadores que hay. Es un mecanismo agotado». También califica de extremadamente «severos» los formatos de postulación y advierte que terminan siendo «un calvario».

Le gusta el modelo francés, «que se está ejecutando hace más de 60 años», donde el Estado crea teatros en todo el país y los entrega a un grupo de artistas conocidos y gestores para que trabajen.

«Lo importante es que haya un director artístico. Eso es fundamental para un teatro. Un teatro sin curatoría, sin director artístico, sin una mirada social, antropológica, sensible a la sociedad y a los tiempo, a las crisis y dificultades sociales que se están viviendo, para ver cuál va a ser la mirada al respecto, sin una misión clara, no va a funcionar. No es cosa de meter en un teatro 40 obras, por muy buenas que ellas sean», señala.

Por lo mismo, cree que para dirigir un teatro debe haber un equipo «muy afiatado», donde además del director artístico haya un gestor cultural, un periodista para la difusión, etc.

Sin ánimo de mencionar su experiencia en el Teatro La Memoria («ya hablé mucho») -que dirigió y cerró tras 11 años en 2016, acusando falta de apoyo estatal- cree que en el caso del Teatro Nacional de la Universidad de Chile -que busca director, con su nombre entre los posibles gestores- podría asumir, pero sólo con ciertas condiciones.

«No es muy sano ofrecer la dirección de un lugar que está quebrado», señala el actor, que en ese lugar actuó y dirigió, y que siente propio.

Para Castro, «la Universidad de Chile debería decir: vamos a apoyar este teatro, le vamos a subir el presupuesto en tantos millones, y que vuelva a retomar su camino», el mismo que se indica en su misión: «la difusión del teatro clásico y moderno, la formación de una escuela de teatro, la gestación de un público teatral y la presentación de nuevos valores teatrales en todos sus ámbitos».

Lo mismo ocurre con el proyecto del Ministerio de Cultura: «está muy bien, el tema son los fondos que permitan que funcione. La figura da lo mismo: secretaría, subsecretaría, ministerio…».

La inspiración de la UP

El teatro siempre estuvo primero en la vida de Alfredo Castro. Recuerda que de adolescente veía mucho teatro en la televisión, especialmente en el canal de la Universidad de Chile (hoy Chilevisión).

Recuerda obras como «La sal del desierto» (1972), que hablaba del conflicto del salitre, y donde actuaban entre otros Héctor Noguera y Bélgica Castro. «Los mejores actores, escritores, músicos, los veías en televisión», destaca.

«Al tiempo de la Unidad Popular se le llama de la utopía, de lo imposible, pero muchas cosas fueron posibles en esa época. Era un momento de mucha alegría, de mucha creación, de gente muy buena. Muchos de ellos terminarían muertos, exiliados».

Para él, mucha «gente mediocre», que estaba fuera de ese proyecto, «opacada por la efervescencia cultural», tomó las riendas tras el golpe de Estado, también en la Escuela de Teatro de la Casa de Bello, donde ingresó a estudiar en 1974, aunque también quedó gente de mejor nivel y pudo quedarse en Chile.

Estos últimos «nos ayudaron a sostenernos en medio del derrumbe absoluto de la cultura en nuestro país, porque no había nada. Estudiar teatro en ese momento era el hambre».

En aquella época, mediados de los 70, la dictadura apenas permitía el montaje de obras clásicas. Obras de mayor contenido se hacían, tímidamente, en la sala de clases de aquella Escuela de Teatro a la cual asistía Castro, si es que no llegaba un fiscal militar y se intervenía la escuela en medio de una huelga, como ocurrió alguna vez.

Primeras obras

Egresó en 1977, el mismo año que recibió el Premio APES de la Asociación de Periodistas de Espectáculos. Debutó en Equus, donde produjo un pequeño escándalo al aparecer desnudo.

Alfredo Castro fue entonces parte de la Compañía de Teatro Itinerante del Ministerio de Educación, en alianza con la Corporación de Extensión Artística de la Universidad Católica, que alcanzó uno de sus períodos más fértiles bajo dirección de Fernando González a fines de la década de 1970, según el sitio Memoria Chilena.

En 1978, esa compañía montó una versión contemporánea de Romeo y Julieta, protagonizada por Castro y Norma Ortiz. Incluyó música de Luis Advis y coreografías de Andrés Pérez «en una puesta de atractivos cuadros grupales y una estética moderna, en sintonía con el público juvenil ante el cual se presentaba en sus giras por el país», agrega. También hicieron Chañarcillo y Sueño de una noche de verano.

«En medio del apagón cultural que se vivía y la crítica por falta de cultura, decidieron meter mucha plata en esa compañía», recuerda Castro. «Viajamos por todo Chile, haciendo clases por una semana y actuando en gimnasios principalmente, con miles de personas, con familias, perros, niños».

«En Romeo y Julieta hicimos una escena alusiva al exilio. El Ministerio nombró a una persona que intentó cortar esa escena, que fue a los ensayos y nos siguió a regiones, pero no hubo caso, no había razón».

Castro destaca que a partir de esas giras, muchos artistas comenzaron a montar en regiones sus propias compañías, primero para interpretar los montajes y luego para crear los propios.

El boom de las teleseries

A la televisión entró después. Aunque su primera participación data de 1982 (De cara al mañana), empezó a ser habitué con el retorno de la democracia, en 1990. Figuró en Volver a empezar, Jaque Mate, Champaña, Amor a domicilio, Iorana, La Fiera y muchas otras, que para Castro interpretaron los temas del Chile de la época -el arribismo y el racismo en Pampa Ilusión, por decir algo- de forma «entretenida», lo que hacía que la gente se identificara con las obras. Lo último fue hace seis años, en La Doña, de Chilevisión.

«La televisión fue muy generosa conmigo, me dio mucho, pero yo siempre digo que esto es recíproco. La televisión me dio mucho, pero yo también le di mucho a la televisión. Fue gracias a esos grandes elencos, a esas grandes producciones, todos muy afiatados, que se podían producir grandes teleseries».

«Estoy muy agradecido a la televisión, pero creo que ella también debe estar agradecida de lo que le dimos a ella. Ese edificio de TVN, y también el de Canal 13, en gran parte, es gracias a las teleseries, a las producciones nacionales. Los sueldos que se pagaban los gerentes eran gracias a las producciones nacionales, ellas eran el sustento económico de un canal, el canal vivía gracias a ellas».

Su salida se debió a la insatisfacción con los contenidos. «Se acabó un momento en cuanto a la temática que se trataba, la forma en que se trataba, el respeto que tenían los personajes. De pronto los elencos empezaron a terminarse, los proyectos eran otros, eran adaptaciones, productos que no me satisfacían mucho». Cree que se perdió verosimilitud, y los canales, el rumbo.

«Algo pasó con las gerencias. No sucedió no sólo en la televisión. Este país tiene un sino casi sicoanalítico: ‘a todo aquello que le vaya bien, matémoslo’. ‘A este programa va demasiada gente o a este elenco le va demasiado bien: cambiémoslo’. Hay obras que cierran con sala llena, pero deben terminar porque viene otra, porque lo que importa es producir». Las nuevas autoridades asumen como si fueran oráculos…

«Hay un afán en matar aquello que nos hace muy felices. No lo comprendo».

Pérdida de identidad

En ese mismo sentido, lamenta la pérdida de público de la televisión, que ha migrado a otras plataformas, como Internet, en una pantalla chica que niega la cultura de los pueblos originarios y trata de las clases populares «como imbéciles».

Por culpa del neoliberalismo y el mercado, «hemos cedido espacios, cosa que no se hace en otros países, porque los espacios culturales son espacios de identidad», según Castro.

«Chile ha cedido identidad a todo lo extranjero. En cualquier país inteligente, cuando la gente encargada de la cultura ve que el país está cediendo espacios culturales, a la intromisión de otras culturas en la crianza de sus hijos, ponen un párale y saben que el 60 por ciento de la producción debe ser nacional, y debe tener contenidos».

«Cuando hablamos de cultura, hablamos de formación de identidad, de público, de idiosincrasia, de ética, de educación», agrega. Por eso para él es hora de revitalizar las producciones nacionales, concluye.

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