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A cien años del nacimiento de Julio Cortázar (cuatro propuestas para celebrar) Ensayo

A cien años del nacimiento de Julio Cortázar (cuatro propuestas para celebrar)

Sergio Witto Mättig es académico de la Universidad Andrés Bello.


Julio Cortazar

Por estos días se conmemora el centenario del nacimiento de Cortázar. Con la publicación de los inéditos de 1980 –transcurridas tres décadas y en espera que nuestro repaso literario se desplace en favor de un homenaje bien merecido– la editorial Alfaguara incrementa así una bibliografía en beneficio de lectores y especialistas. Cortázar –entre octubre y noviembre de ese año– dicta un ciclo de conferencias en Berkeley (donde encuentran domicilio las tesis de Barthes y Derrida a expensas de los estudios comparados). Para Latinoamérica, sin embargo, son tiempos escabrosos. Cortázar lo sabe. La militarización de los gobiernos del Cono Sur había consumado un proyecto cuyos límites se definen por una política previsible y una economía experimental orientadas a transformar la vida de los hombres. Un centenar de estudiantes participa de las sesiones. No por azar, le preguntan sobre Cuba, sobre Fidel, sobre el caso Padilla; indagan sobre la revolución sandinista o El Salvador.

Cortázar viene de publicar, el año anterior, Un tal Lucas, donde rompe con la estructura sumaria del libro de relatos; llega a decirse que emplaza un ejercicio de introversión narrativa con base en el testimonio. La ciudad constituye la ecología del personaje cuyo proceso de subjetivación se ampara en la subalternidad del humor. Pero se trata, en rigor, de una especie de redención que vuelve, una vez más, a reivindicar el destino de la escritura: «para uno mismo, pero uno mismo tiene que ser también los demás» (p. 32). A un tiempo, no deja de erosionar la consigna del consumo capitalista, «[…] los obreros franceses tienden a renunciar a las reivindicaciones que tanta fama les han dado en la historia de nuestro siglo», con tal de «cerrar las manos sobre el volante de un auto propio y remacharse a la pantalla de un televisor en sus escasas horas libres» (p. 119). También comparece una modernidad acosada por autores predilectos: Cocteau, Amstrong, Picasso, Stravinski, Ellington, Chaplin y la cercanía a la hermenéutica freudiana de los sueños.

Situado en los extremos, excesivo, iconoclasta, Cortázar impugna, hasta el final, la razón de Occidente encabestrada a un lenguaje que traiciona su sentido porque no hace más que traducir a hurtadillas la historia de la dominación. Para ello no claudica –tal como se lo confiesa a González Bermejo en 1980– en su ataque al lenguaje, toda vez que empleamos uno absolutamente marginal con referencia a la verdad. En esta coyuntura, no han faltado quienes hacen de Cortázar un maestro zen o un seguidor enmascarado de los arquetipos junguianos. Acreditadas las diferencias, igual desconcierto pudo recaer, en su momento, sobre Foucault. Cortázar se muestra sensible a la hostilidad que comporta el patrimonio cultural, consecuentemente, se han vuelto posibles cuatro lecturas de su obra que favorecerán, con matices, las ceremonias del próximo año:

1) Aquella que suscribiría un hermetismo de inspiración romántica que consagra cierto individualismo asido a una trama épica muy cercana a las tesis nietzscheanas, tal como lo muestra «El Perseguidor», relato magistral incluido en Las armas secretas (1959), y el esbozo de Rayuela (1963), manuscrito a resguardo de Ana María Barrenechea. Rayuela será una rara mezcla de polisemia y humanismo; propicia -en palabras de Cortázar– una «especie de descubrimiento del prójimo», pero tropieza, además, con lo que Sergio Rojas ha señalado, en un registro que excede estas líneas, la autocomprensión como posibilidad constitutiva de la modernidad occidental.

2) Un interés político que declina, permanentemente, sus enunciados trascendentales con ayuda de protocolos visuales orientados a la denuncia. Es el caso de El libro de Manuel (1973), en el que se conjugan varios tipos de letras (mayúsculas de distintos tamaños, de télex, de periódicos, de siglas; letras blancas en fondo negro; letras pequeñas intercaladas con letras normales), cuadros estadísticos, emplazamiento geométrico de los personajes, noticias de diarios, etc.

3) Una estética del libro-collage de factura surrealista en la que ha lugar una gráfica rupturista que incluye fotos, dibujos, cómics y recortes. A lo menos dos obras responden a este formato: La vuelta al día en ochenta mundos (1967) y Último round (1969).  Ambas acusan un uso irregular del espacio; las notas (que caso siempre constituyen observaciones) se pueden ubicar en la parte central de la página; en ocasiones hay planos en los que el texto se mezcla con dibujos. Contiene relatos no publicados, poemas, ensayos (sobre Lezama Liza, el happening, cartas abiertas), y trabajos de crítica (sobre Gardel, Amstrong, Duchamp, Dalí…).

4) Un acervo conceptual que deviene teoría del conocimiento. Aquí no es posible soslayar que el sujeto se desliza a través de una soberanía interdicta, que ello encuentra en el psicoanálisis una posibilidad de ser pensado y que el oficio literario se debate en Cortázar -como había dicho Benjamin- entre la narración y la novela.

Nota del editor: Este ensayo fue publicado originalmente en noviembre del 2013. Con motivo del aniversario número cien del escritor argentino volvemos a publicarlo por su pertinencia.

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