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Lugares y personas prohibidas: una fórmula de pasión Historias de sábanas

Lugares y personas prohibidas: una fórmula de pasión

Dablín
Por : Dablín Escritora de tiempos robados y anhelos ascendentes, equilibrándose entre lo políticamente incorrecto y lo descaradamente irreverente, ha logrado encender con sus letras más conchijuntas, más de una sonrisa.
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Sus dedos finos no le parecieron nada de seductores cuando le acarició la barbilla. Tampoco su cara era especialmente bella o ligeramente atractiva o lejanamente armónica. Más bien calificaba como hombre menos que clásico, de estatura media, contextura exigua y rostro soportable.

Sin camisa no era una obra de arte. Tenía la sombra lejana de pectorales y se le marcaban las costillas, no por ejercicios, si no porque era flacuchento, deslavado y desabrido, pero cuando ella con resignación le bajó el bóxer, apareció la real sorpresa, veintimuchos centímetros prestos para cumplir su deber.

No se saboreó porque ante todo era una niña bien, bueno, una mujer bien educadita, pero una de sus cejas se elevó y allá abajo, estuvo segura que alguien se enjugó un suspiro.

El flacucho blanquecino impresionante, llevó sus manos a sus redondeces y empezó la mejor parte de su arrancadita sexual de primavera. El que parecía fantasma a dieta, se transformó en un animal sexual que venía por ella.

La besó de manera distinta. Al parecer estar ambos en cueros le despertó algo muy primitivo y entretenido. La homenajeó con un beso feral que alebrestó su sangre y la hizo fluir en sus venas a un ritmo frenético, animándola para el combate como nunca en sus peripecias de alcoba.

Le tomó el cuello y ella se entregó. Cada uno de sus poros se puso alerta respondiendo a una llamada sensual que emanaba del ser de palidez ridícula que le recorría la anatomía con total descaro y yemas de fuego.

Él se agachó sin aviso previo y comenzó a relamerla y  besuquearla desde los tobillos hacia arriba. Iba describiendo caminos insolentes en sus pantorrillas con tal pericia que se convirtieron en chicas descaradas y de vida fácil.

La realidad, la cordura y sus calzones se fueron de paseo cuando llegó a la parte sabrosa y la trató con la deferencia que una damita de su alcurnia merecía. Arriba y abajo se convirtieron en nada y gritó ronco agarrándose de sus hombros para no caer al frío piso de la Abadía.

Él se dedicó a sus labores lingüísticas con tal empeño, que al fin entendió porqué el gafete de su puerta decía: Doctor en lenguas; donde también deberían agregar: Doctor en labios, porque se destacó con honores en lo que hizo con los suyos en los de ella. Los inferiores, claro está.

Cuando se levantó y la depositó con cuidado sobre la mesa, casi aplaude al ver los veintimuchos centímetros listitos para su uso y abuso. Y así fue, lento, amable, con delicadeza casi femenina hizo contacto de aquel tipo, reubicándole las amígdalas y las sensaciones con el roce y su amigo, el refregón.

El bamboleo posterior fue de menos a más, al ritmo de sus gemidos y de la filigrana con que ella le decoró la espalda. Tener uñas de acrílico tenía sus desventajas.

Un carrusel postmodernista habría sido más tranquilo que la fiestoca que armaron arriba de la mesa. Donde agradeció sus clases infantiles de equitación, habría ganado el Derby con la monta que se mandó, usando al pobre flacucho de pingo.

Su piel ardía cada vez que él la besaba o succionaba o mordía o lo que fuera eso rico que hacía por todos sus alrededores, usando su ombligo de nave nodriza. Su piel era brazas ardiendo incitada por aquella lengua de fuego que la iba convirtiendo en hembra mal portada y gozadora.

Cuando el apoteósico final se acercaba y el sonido encharcado era lo único que se escuchaba, todos sus nervios se tensaron, sus músculos aullaron y su respiración se paralizó por eternos segundos hasta que dejó salir la marea ardiente que la consumía. Y el alarido posterior fue del conserje de la Abadía que los pilló en el acto, sobre la mesa de la lavandería de la Universidad aquella…

—¿En serio?

—Sip…

—¿Los pillaron cuando estaban en…?

—Ehhhh, sí y creo que lo despidieron.

—Pero mujer… ¿Cómo se te ocurre violarte al profe de lingüística en la Abadía de la Universidad más vieja del cono sur?

—No me lo violé… me lo tiré.

—Mi papá va a matarte.

—Como si a mí me importara. Además fue idea tuya.

—¡¿Mía…?!

—Tú me contaste lo de los lugares imposibles y eso. Y me dieron ganas.

—Tú estás loca. Apenas tienes veinte años y el profe… ¿Quinientos?

—Ridícula, no es ese viejo feo, es el otro profe. El jovencito… el que ganó el premio.

—Mierda… ahora sí que mi papá se muere.

—Sólo si tú le dices. Además estamos saliendo.

—¿Estabas romanceando arriba de una mesa de la Abadía, en pelotas, dándose con ganas y ahora están saliendo?

—Sí.

—Es al revés…

—Eso va para la próxima cita. La primera en realidad.

—Me refería a que primero romanceas y luego atacas al pobre humano.

—Nah…así es más entretenido.

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